Por más que el presidente López Obrador y sus afines pretendan una imagen de un gobierno inclusivo y respetuoso con los pueblos indígenas, la realidad es que el acercamiento no ha sido más que un paternalismo romántico, una total pantomima. Desde la toma de protesta se ha hablado de la aceptación del presidente por parte de los pueblos indígenas, como si éstos fueran un grupo homogéneo y no más de 400 pueblos con una inmensa diversidad de tradiciones y costumbres.
Desde la colonización española –y como legado de ésta- los pueblos indígenas han sido trasladados a la otredad mexicana. Como resultado, históricamente han vivido condiciones de marginación, exclusión y discriminación social y gubernamental que los hace más vulnerable a la pobreza, al hambre, a las violencias y a la muerte. Por eso la importancia de aquél primero de enero de 1994 cuando, levantado en armas, el EZLN dio voz a los pueblos indígenas y reivindicó sus derechos, su autonomía y su capacidad de decisión.
Desde entonces los pueblos indígenas se constituyeron como una identidad política, pues aún en su enorme diversidad comparten un elemento en común: una discriminación histórica por parte del Estado mexicano. Y aunque hubo acuerdos y avances, lejos se está de saldar esa deuda y, sobre todo, de que cuenten con un reconocimiento que implique su empoderamiento en las decisiones públicas.
En este sentido, el gobierno de López Obrador no solo no está haciendo las cosas distintas, sino que tiene sobre los pueblos indígenas dos proyectos cuyos impactos pueden ser devastadores: el Tren Maya y la Guardia Nacional. El primero, no solo tiene un grave impacto medioambiental, sino que además, su construcción implica el desplazamiento forzoso de pueblos indígenas que puede significar su extinción.
La Guardia Nacional, o mejor dicho, la militarización del país pone en peligro la integridad y vida de las personas indígenas, principalmente de las mujeres, quienes han sufrido numerosos ataques sexuales por parte del Ejército. Sobre esto el Estado mexicano cuenta con varias condenas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y con diversas observaciones de organismos internacionales de derechos humanos que alertan de las violencias que el Ejército mexicano ha ejercido sobre los pueblos indígenas.
Sin embargo, López Obrador no ha consultado a las comunidades indígenas sobre estos dos proyectos. Una vez más el gobierno mexicano ha optado por la invisibilización y exclusión de los pueblos indígenas en las decisiones públicas, porque no acaban de entender que el reconocimiento significa inclusión y empoderamiento. Por esta razón el EZLN ha visto en Andrés Manuel y su gobierno a un enemigo y, dada la ruta que han tomado, no se equivocan.
Son los pueblos indígenas, en muchos casos liderados por mujeres, quienes han salido en la defensa de la tierra y de los recursos naturales, porque tienen claro que hay una crisis en el modelo actual de desarrollo y que se está ocasionando mucho daño medioambiental y humano en nombre del “progreso”. Y por ello, ante el autoritarismo del poder ejecutivo y el servilismo del poder legislativo, es tan necesaria la insurrección del EZLN.