Quedan pocos días para la mega elección del 6 de junio. Por tanto, cualquier anticipación sobre sus resultados no deja de ser meramente especulativa.
Sabemos, desde luego, que esta jornada sucede en medio de una coyuntura política y económica muy compleja -en la que veremos alineamiento o fragmentación de la ciudadanía-.
Está claro que las elecciones intermedias siempre son plebiscitarias, sabemos que suponen una relativa calificación acerca del desempeño del gobierno en turno y de sus resultados alcanzados (o de la falta de ellos); es decir, un ejercicio de rendición de cuentas. Así funciona en todas partes.
El problema estructural del desarrollo mexicano no reside en las jornadas electorales; tampoco en la gestión (buena, regular, mala o pésima) de los gobernantes, sino en un aspecto bastante más difícil y sofisticado.
Mientras el país no cuente con una arquitectura legal e institucional suficientemente sólida que norme la vida pública y la convivencia civilizada, seguiremos siendo una democracia tan frágil como para que no pueda defenderse a sí misma y que dé pie a otro tipo de régimen político: la autocracia. Esa es la verdadera disyuntiva a la que México se enfrentará en los próximos años.
Si asumimos que, en comparación con los números de 2018, la amalgama partidista de López Obrador no obtenga un buen resultado (como varias encuestas sugieren) es probable que la política mexicana viva en los siguientes tres años un ambiente de tensiones, conflictos y radicalización.
El gobierno necesitará polarizar más su narrativa en torno a una lógica binaria –buenos vs. malos, ricos vs. pobres, corruptos vs. honestos-. Para ello puede recurrir a una batería de acciones como:
- Ácido endurecimiento verbal, político, mediático y judicial.
- Expropiaciones potenciales o simbólicas en sectores sensibles para la población (consumo, transporte público, por ejemplo).
- Condonaciones masivas de adeudos de ciertos servicios públicos (luz, agua, etc.) en estados electoralmente rentables para el oficialismo.
- Algún acto de extinción de dominio que genere impacto mediático.
- Montajes escenográficos de carácter penal contra opositores.
- De manera muy especial, profundizar la embestida contra el INE (y, eventualmente, el TEPJF).
Este último caso sería matizado por la guillotina que cuelga sobre la cabeza del presidente de este órgano -dada su sospechosa situación patrimonial-, así como contra los gobiernos estatales de oposición.
Es previsible que, incluso con mayores contrapesos, o justamente por ello, el conflicto se trasladará intensamente hacia la Cámara de Diputados.
Si el resultado es aceptable para su movimiento, el presidente tratará de:
- Capitalizarlo en función de la “consulta sobre actores políticos del pasado”.
- Ejercer mayor control sobre los poderes legislativo y judicial, incluida la propuesta de un nuevo ministro en la SCJN hacia fin de año.
- Buscar espacio para radicalizar su agenda en sectores estratégicos.
- Promover una reforma fiscal que aumente ISR para los ingresos altos y/o introduzca nuevos al patrimonio o las herencias, por ejemplo.
Más aún: incentivará la propuesta de cambios de mayor calado a la Constitución (recomposición de las Cámaras, eliminación de órganos como la ASF, aumentar el intervencionismo estatal en la economía). Eventualmente se verá tentado a sondear las posibilidades de reelección bajo la siguiente lógica: si se hace una consulta en 2022 para revocar su mandato y la gana, ¿por qué no hacer otra para que lo prolongue mañana?
Predecir el futuro no es ciencia exacta, y menos en política. Por lo pronto, el caudillo se enfrenta ahora a crisis que no estaban en su cálculo -o por lo menos no con la intensidad con que han surgido-. Los próximos tres años serán todo menos estables o tranquilos. Lo único claro es que están dadas las condiciones para transitar de una democracia muy frágil a una autocracia personalista de la que el país no terminaría de arrepentirse.