Uno de los rasgos históricos, políticos y prácticos que trajo la gradual alternancia mexicana, que propiamente empieza en 1989, y, sobre todo, los procesos de emergencia de los poderes locales desde finales de los años 90, fue el desarreglo en las reglas del juego que prevalecieron a lo largo del siglo XX y que, con sobresaltos y matices, mantuvieron una relativa estabilidad política en la complicada geografía nacional después de la Revolución.
Primero con Juárez en la segunda mitad de siglo XIX y luego con el Porfiriato, el sistema político nacional guardó un equilibrio muy particular, respetando los fueros, privilegios y cacicazgos locales en buena parte del país a cambio de tolerar la hegemonía presidencial a nivel nacional. Si asumimos que algunos de los elementos fundacionales del sistema político mexicano tal como lo conocemos ahora vienen desde entonces, parece razonable comprender por qué las formas de operación de los gobernadores contemporáneos (y más tarde de los alcaldes) guardan semejanza con la mecánica porfirista; o, como dice Luis Medina: los gobernadores eran dueños políticos “de su territorio a cambio de algunas prestaciones… La autonomía formal que los estados tenían en el nivel de régimen político se vio consagrada en los hechos con el reconocimiento de su ámbito de competencia política”.
La Revolución no destruyó esa práctica, sólo la modificó, reemplazando un tipo de hombres fuertes por otro que, con el tiempo, hacia los años sesenta, finalmente cedió ante el inmenso poderío del presidente de la República, que ponía y quitaba gobernadores a discreción, y donde la jerarquía de autoridad era, dicho de forma muy simplificada, la siguiente: el presidente mandaba sobre los gobernadores y estos sobre los alcaldes.
Con la alternancia ese panorama cambió. Como ahora los estados recibían más presupuesto y tenían más atribuciones, y el vacío federal, en especial con Vicente Fox, produjo una especie de disolvencia política, los gobernadores dejaron de ir al centro a suplicar mercedes, captaron que ahora necesitaban votos en las colonias y rancherías, se volvieron más autónomos respecto de los poderes asentados en la ciudad de México y empezaron a disfrutar del sabor de la libertad… para bien y, sobre todo, para mal. Los alcaldes, por su parte, siguieron el mismo patrón de ascenso político y comportamiento institucional, con todas las consecuencias que vemos hasta la fecha. En suma, terminó el viejo arreglo político; pero no hubo uno nuevo que lo sustituyera y ello explica mucho del desorden actual, donde los hábitos mandarinescos suenan más al estruendo de una hegemonía autoritaria muy deficiente que a la música de una democracia moderna y civilizada.
Ciertamente, con excepciones, el nuevo papel de los gobernadores tras la alternancia no condujo a nuevos equilibrios ni trajo un impacto positivo sobre la funcionalidad del sistema político, la eficiencia de la gestión de gobierno y la provisión de bienes públicos al conjunto de la sociedad. En muchos casos fue exactamente a la inversa. Y más aún: los alcaldes, en especial en las capitales estatales pero no solo allí, empezaron a ser malos imitadores de los gobernadores, a dejarse guiar por incentivos perversos, a moverse entre la ineptitud y la corrupción, y a competir con los ejecutivos básicamente para sucederlos. Los ejemplos sobran.
Ambos tienen mayor presencia mediática, alta movilidad, amplios espacios de maniobra y manejo de los intereses locales, control de distintas porciones de sus partidos y, lo más visible, una respetable bolsa presupuestal. Pero, al mismo tiempo, sobre todo los alcaldes, carecen de lo que pudiera llamarse un pensamiento estratégico, una agenda de política pública, y con frecuencia responden a demandas individuales de escandalosa superficialidad, deciden en función del corto plazo o por coyunturas muy particulares, y, lo más sobresaliente, su noción de éxito tiene que ver básicamente con objetivos electorales y no con las variables de desarrollo y bienestar que sus gestiones puedan aportar a la comunidad. Basta ver cómo, en lugar de cumplir eficazmente con lo que les ordena el artículo 115 constitucional (servicios públicos, vialidades, seguridad, etcétera), los alcaldes hacen demagogia y populismo con cualquier cantidad de cosas, menos con aquellas a las que están obligados.
Dicho de otra forma: en un rápido balance, el poder presupuestal y político de gobernadores y alcaldes no está generando un alto valor agregado en la producción de bienes públicos como el crecimiento, la competitividad, la eficiencia de la gestión pública o la transparencia; y sí, en cambio, está creando incentivos para la ejecución de políticas públicas de bajo impacto y de prácticas políticas que no contribuyen a mejorar la calidad de la democracia. Es decir, se trata de comprobar, con elementos razonablemente puntuales, si el poder de los líderes locales está produciendo gobiernos efectivos. La respuesta es claramente negativa.
Podrá argumentarse que tienen apoyos relevantes en las encuestas, sí; pero, como es bien sabido, las mejores decisiones son frecuentemente impopulares, y en cambio, las medidas populares casi siempre son malas y costosas porque caen en la trampa de que los asuntos importantes son los bigotes del presidente, el vestido de la primera dama, el precio del boleto del metro o el reparto de limosnas con dinero público, lo cual genera, al final, un efecto totalmente contraproducente: los gobernantes dicen y hacen cualquier cantidad de disparates con tal de salir bien en los sondeos. Eso explica que, como la política se ha ido convirtiendo en un ejercicio de marketing, lo importante son las percepciones que la gente tiene de sus gobernantes y no los resultados ni la pertinencia de las decisiones que toman. Lo relevante es sentirse amado, querido y admirado.
En suma, el fortalecimiento de los procesos de descentralización del que los estados y municipios se pueden seguir beneficiando en el futuro pasa necesariamente por el establecimiento de un nuevo marco institucional de indicadores y reglas para medir la eficacia de las administraciones estatales, modernizar las formas de asignación de los presupuestos públicos y evaluar los resultados reales.