Hace un par de años, en este mismo espacio, señalé que se ha puesto de moda en materia política la introducción de cuotas por género en muchas legislaciones del mundo, lo que ha incentivado una mayor participación de mujeres en gobiernos y parlamentos.
Esto, en principio, suena muy bien. Pero como siempre sucede cuando hay una contradicción entre las modas verbalizadas y los niveles de arraigo que estas alcanzan en la cultura cívica y en la práctica cotidiana, aquel avance ha sufrido serias distorsiones, como la de equiparar, de manera automática, género con capacidad, madurez, preparación, visión o experiencia. Como dice un viejo sabio: si no podemos arreglar ni los baches de la ciudad, menos los temas de fondo.
En otras palabras: parece evidente que una cosa son las principales virtudes de mujeres sobresalientes en política como Angela Merkel o Margaret Thatcher, que se tomaron muy en serio su trabajo, y otra, muy distinta, que la pertenencia a un género asegure todo lo demás, cualquier cosa que esto signifique. Basta comparar los perfiles políticos, profesionales, sociales y humanos de Xóchitl Gálvez y de Claudia Sheinbaum para entender exactamente de qué hablamos. No, el género, trátese de hombre o mujeres, no es el vale al paraíso. O, al menos, no en política.
Pero como la política es economía concentrada, según aseguraba el viejo Lenin, es necesario entender qué pasa en ese mundo. Un vistazo rápido nos dice que las mujeres van alcanzando niveles más altos de igualdad, acceso y libertad, aunque dependiendo del sector y los distintos países falta un trecho largo por recorrer.
La feminización del trabajo, su mayor presencia en altos cargos ejecutivos de la empresa y el sector público y social, grados más elevados de educación, capacidad de decisión sobre temas vitales y esenciales, y, en suma, niveles crecientes de autonomía e independencia, harían pensar que el horizonte en este campo es promisorio, pero todavía subsisten resistencias complejas de distinta naturaleza. Esto no es sólo una discusión teórica, sino que tiene consecuencias prácticas en todos los terrenos.
Una tiene que ver con la urgente necesidad de contar con una perspectiva correcta que permita aprovechar más el enorme potencial de las mujeres en el desarrollo de trayectorias educativas y profesionales exitosas.
La evidencia sugiere que, en la medida en que van progresando en su itinerario laboral, suele reducirse la proporción de mujeres, por ejemplo, en posiciones técnicas o en funciones relacionadas con el llamado enfoque STEM (aquellas que se han especializado en carreras orientadas a la ciencia, la tecnología, las ingenierías y las matemáticas). Esta disonancia no solo desequilibra la equidad de género, sino que la economía y las industrias pierden un talento que, de otra forma, agregaría enorme valor productivo.
Varios estudios (como el de McKinsey) han revelado que las mujeres en puestos técnicos tienen menos probabilidades que los hombres de ascender al principio de sus carreras. De hecho, muchas abandonan su actividad, razón por la cual empresas de todos los sectores están buscando aumentar el número de mujeres que trabajan en los campos de las ingenierías, la gestión de productos y otros de rápido crecimiento.
Los números son ilustrativos: solo 86 mujeres son promovidas a gerentes por cada 100 hombres en el mismo nivel, pero la brecha se amplía si se trata de funciones técnicas donde solo 52 mujeres son ascendidas a ese nivel por cada 100 hombres.
Además, esto parece ser un serio error de cálculo, porque la investigación ha demostrado que las empresas con mayor diversidad de género tienen un 48% más de probabilidades de superar en ingresos a las empresas con menor diversidad de género. Desde el punto de vista educativo la pregunta es porqué.
La primera cuestión es la necesidad, desde la educación básica, de romper la estructura de silos rígidos que prevalece entre los distintos niveles educativos y pensar en un sentido prospectivo, articulado y de mediano plazo dentro del cual se integre de manera muy natural el enfoque STEM a lo largo de toda la trayectoria de las niñas y en varias pistas.
En consecuencia, las políticas educativas deben inocular el enfoque STEM de manera transversal y debe formar parte central de planes, programas, recursos didácticos, materiales y digitales, debidamente secuenciados, en todos los espacios y procesos de aprendizaje formal e informal a lo largo de los ciclos escolares.
El segundo aspecto es que, si todo va bien, los niños y las niñas de hoy llegarán a una educación superior que será más incluyente y también más competida. Por ejemplo, según datos de la OEI, en Iberoamérica la tasa de matrícula es de 52% con casi 33 millones de estudiantes. Y de ese universo, el 55% ya son mujeres, aunque en América Latina hay variaciones importantes. No obstante esas proporciones, la participación de las mujeres en carreras STEM o de carácter técnico suele disminuir conforme pasan de un nivel educativo a otro.
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En varios países desarrollados, la participación de mujeres en la educación superior es más alta en general, pero específicamente en el universo STEM representan solo el 35% de quienes cursan estudios profesionales en el mundo y 31% en los países de la OCDE. Por tanto, si esta proporción es relativamente baja, lógicamente se refleja en su participación en la fuerza laboral y en sus ingresos.
¿Qué explica esta otra brecha? Desde luego, los estereotipos sociales y culturales; la falta de un enfoque educativo que las incluya en actividades de producción científica; los roles de género tradicionales desde el seno familiar, entre otras cosas. Pero también es cierto que las políticas educativas deben proveer un acompañamiento, una tutoría efectiva y temprana, un hilo conductor con perspectiva de género (que corra desde la educación básica hasta la educación superior) de manera que ese tránsito fuera más coherente y se expresara en una mejor composición STEM, más equilibrada, en el mercado laboral.
Por otro lado, con datos muy recientes (Banco Mundial, marzo 2023), el ritmo de las reformas hacia un trato igualitario de las mujeres ante la ley ha caído a su nivel más bajo en los últimos 20 años. En 2022, en promedio, las mujeres gozan apenas del 77% de los mismos derechos que tienen los hombres ante la ley. En América Latina, el promedio es de 80.9 puntos.
Dichos informes miden las leyes y regulaciones en ocho áreas relacionadas con la participación económica de la mujer, que son: Movilidad, Trabajo, Remuneración, Matrimonio, Parentalidad, Empresariado, Activos y Jubilación en 190 países.
En la actualidad, solo 14 —todos ellos economías de ingreso alto—- cuentan con leyes que otorgan a las mujeres los mismos derechos que a los hombres. En 2022, sólo se registraron 34 reformas jurídicas hacia la igualdad de género en 18 países, lo que constituye el número más bajo desde 2001. Se estima que harían falta otras mil 500 reformas de distinto tipo para alcanzar la igualdad jurídica de género en todas las áreas medidas por estos informes.
Más aún: en todo el mundo, casi dos mil 400 millones de mujeres en edad de trabajar todavía no poseen los mismos derechos que los hombres, de las cuales 210 millones están en América Latina. Esto es una pérdida no solo bajo un enfoque de derechos sino también porque se estiman ganancias económicas globales entre cinco y seis trillones de dólares (millón de billones) si las mujeres iniciaran y ampliaran nuevos negocios al mismo ritmo que lo hacen los hombres.
En suma, las asignaturas pendientes son todavía enormes y tomará años antes de que tengamos una sociedad razonablemente igualitaria. Lo que está bastante claro es que el camino no es la demagogia de género en política, sino las certidumbres y ventajas que arroja una mayor participación femenina por el lado de la economía, las empresas, la educación y el empleo.