Probablemente, en las últimas dos décadas, y con mucho mayor intensidad durante la gestión de López Obrador, la discusión y la importancia de lo que es —o debiera ser— el Estado de Derecho ha alcanzado niveles inéditos en México. Entre otras cosas, esto se debe a que las instituciones encargadas de impartir justicia parecen haberse convertido en el último bastión que queda, no sólo para preservar un sistema democrático y de libertades razonable, sino además porque una rama judicial genuinamente independiente y de gran calidad es condición indispensable para la inversión y el crecimiento.
Un Estado de Derecho eficaz y sólido es la consecuencia de varios factores: la historia política; la arquitectura constitucional, legal y regulatoria; la cultura cívica; el sistema de procuración e impartición de justicia; los recursos presupuestales y tecnológicos; los operadores jurídicos (léase: abogados, notarios, corredores y coyotes) y, por supuesto, el profesionalismo y la integridad de las personas responsables de gestionar y administrar todo ese ecosistema. Por tanto, reducir la salud del Estado de Derecho sólo al desempeño de los poderes judiciales de la Federación y los estados supone enfocarse en una pieza necesaria, pero no suficiente para explicar la situación por la que México atraviesa en ese engranaje tan complejo.
Partamos en primer lugar de que, por ahora, el panorama es muy crítico. En el Índice Global de Estado de Derecho del World Justice Project, la fuente más seria para calibrar este asunto, México registró un retroceso, al pasar de un puntaje de 0.43 en 2021 a 0.42 al año siguiente. En esta escala, 0 significa una débil adhesión al Estado de Derecho y 1 refleja un vínculo fuerte. El reporte analiza ocho apartados y, de ellos, es en los sistemas de justicia civil y penal donde peor califica, al lado de la corrupción. México se ubica, en suma, en la posición número 115 de 140 naciones incluidas. Es decir, es una tragedia, pero no la única.
Diversas misiones de organismos internacionales como el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, la Corte Interamericana de Derechos Humanos y otros entes tanto públicos como privados, han reportado detalladamente los graves problemas existentes en México en materia de desapariciones forzadas, asesinatos de periodistas y migrantes, el uso inconstitucional de la prisión preventiva oficiosa, la militarización y los ataques cotidianos desde la presidencia del país hacia los otros poderes del Estado, los medios de comunicación, las ONG y, en el caso más extremo y delicado, los reiterados intentos de secuestro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación mediante la designación de incondicionales con evidentes conflictos de interés y, de hecho, la cooptación abierta, descarada y en ciertos casos declarada de algunos de sus integrantes.
El segundo problema es que buena parte de lo anterior tiene como denominador común el incremento de la corrupción en sus distintas modalidades. En su informe 2022 sobre percepción, Transparencia Internacional colocó a México en el lugar número 126 sobre 180 países, con una calificación de 31 puntos (sobre 100). Se ubica así 21 posiciones más abajo que en el informe de 2012 y, entre los 34 países de la OCDE, ocupa el peor sitio.
Como un efecto en cierto sentido natural de todo lo anterior, el debilitamiento democrático e institucional parece entrar cada día en terrenos más pantanosos. En el más reciente Índice de Democracia de The Economist, México cayó por segundo año consecutivo y pasó a la categoría de régimen híbrido, la inmediatamente previa a la de regímenes autoritarios, con una calificación de 5.25 (sobre 10) en virtud del deterioro del Estado de Derecho, el acoso gubernamental sobre todos sus opositores y críticos, los altos niveles de corrupción y la baja cultura cívica.
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Esta es una tercera circunstancia crítica: México no tiene una ciudadanía de alta intensidad, es decir, fuerte, participativa, comprometida y activa, que apoye la consolidación de un Estado de Derecho. Por ejemplo, el Latinobarómetro 2020 identificó una contradicción flagrante en nuestras actitudes cívicas. Mientras el 43% de los ciudadanos mexicanos dicen ser “muy exigentes” con sus derechos, el 83% cree que en general esos mismos ciudadanos no cumplen las leyes.
Aquí reside una de las debilidades más profundas en la prevalencia de un genuino Estado de Derecho, así como de la normalidad democrática y del sistema de valores en que una sociedad cree: el respeto que la ciudadanía sienta, tenga y practique por la ley y las instituciones.
Por lo general, los estudios de opinión arrojan una demanda importante a este respecto, pero en los hechos “el compromiso de la ciudadanía con la legalidad es bajo. México, no vive un Estado de Derecho sino en un estado de ilegalidad consentida. La ilegalidad es un hecho de la vida pública y un rasgo de la conciencia privada. Incluye a una buena parte de la población, mexicanos que no son delincuentes pero que viven fuera de la ley en algún aspecto fundamental de sus vidas”, anotó Héctor Aguilar Camín.
No es el lugar para discutir los orígenes históricos o las razones políticas y económicas de este desencuentro endémico de los mexicanos con el Estado de Derecho, pero es obvio que plantea una grave dificultad en la construcción de una cultura cívica que afiance la democracia.
Como explicaba el propio Latinobarómetro desde hace veinte años: mientras el andamiaje institucional de la democracia sea percibido como un privilegio de pocos “se mantendrá la cultura de intentar maximizar las reglas del sistema a favor de cada cual, por encima de las leyes y las reglas, sin importar las consecuencias colectivas. Esa argumentación está en el corazón de la desafección hacia la política y el poder, y en el corazón de los ausentismos electorales y la indiferencia sobre el tipo de régimen. Es decir, es la fuente más potente de ingobernabilidad”.
Finalmente, es evidente que no se puede ser un país o un estado abierto, competitivo, creativo y productivo si no se cuenta con un sistema de impartición de justicia profesional y eficaz. Es imposible pensar, por ejemplo, en atraer inversión a un lugar donde no prevalezca la ley, donde la gente no pueda confiar mínimamente en los juzgadores ni pueda reclamar un asunto a las autoridades competentes y lograr lo que de acuerdo con la ley le corresponda.
¿Tenemos, en suma, poderes judiciales en México que respondan a esas exigencias? La evidencia sugiere que no, que la situación tanto en el nivel federal como en los estados es muy heterogénea. Todavía falta un largo camino por recorrer. Lo que sí está claro es que esta es una asignatura pendiente y que, dadas las características autocráticas del presidente, su gobierno y su profundo desprecio por la ley, hay que afrontarla con extrema urgencia porque es, quizá, el último bastión para contar con un Estado de Derecho que funcione.