Hace por lo menos un par de décadas, es decir, desde que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación irrumpieron masivamente en muy distintos campos, que los gobiernos han intentado mejorar sus sistemas educativos partiendo del supuesto de que distribuir PC´s, laptops, tablets, etc. a los alumnos equivale automáticamente a calidad o logros de aprendizaje. El COVID 19, por supuesto, hizo más acentuado el silogismo pero la evidencia, antes y después de la pandemia, parece haber demostrado que no es así.
Diversos estudios (OEI, Brookings, OCDE) han encontrado que países con mejores resultados en PISA no son los que usan más la computadora en el aula; el desempeño de estudiantes en lectura bajó sensiblemente en aquellos que usan excesivamente internet en el aula y quienes estuvieron conectados 6 horas o más al día desarrollaron sensaciones de aislamiento, llegan tarde o faltan a clases. Por otra parte, parecen surgir tendencias a plagiar tareas, acoso cibernético, pérdida de privacidad de jóvenes, etc., y, peor aún, algunos hallazgos no demostraron mejoras importantes en matemáticas o lectura asociadas a inversión en tecnología. ¿Porqué?
Lo primero es que una cosa es repartir dispositivos y otra, muy diferente, construir un ecosistema digital de innovación y transformación educativa. El análisis de las intervenciones tanto en países emergentes como desarrollados sugiere que como inversión (calculada en unos 300 billones de dólares a nivel global) ha sido poco productiva.
Las razones son variadas. Una es la falta de habilidades digitales de los docentes, es decir, 2 de cada 3 no saben cómo hacer funcionar el binomio “educación+tecnología”. Otra es que frecuentemente los dispositivos fueron mal seleccionados, presentan defectos (hundimiento de puerto de carga, etc.) y tienen una capacidad de almacenamiento muy limitada, pues al no poder borrarse los contenidos precargados ya no sirven a los alumnos que cambian de grado.
Una más es que presentan complicaciones en la mezcla tecnológica tanto de hardware como de software de los equipos, lo que dificulta la construcción y precarga de contenidos educativos, así como su mantenimiento oportuno. En varias experiencias en México y en América Latina las laptops y tabletas se entregaron con un grupo de aplicaciones básicas ya instaladas y un “collage” de recursos educativos precargados que no correspondían con los planes y programas ni con la enseñanza en el aula y se desactualizan rápidamente.
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Por otro lado, se han observado diversas fallas de tipo curricular en los contenidos digitales, entre las cuales destacan la falta de una organización que corresponda a los programas vigentes de las asignaturas o estén vinculados con los recursos didácticos (como los libros de texto); la cantidad de recursos por bloque no responde a una distribución lógica por temas ni se apega a programas de estudio; al reutilizarse recursos de distintas fuentes y años de producción se generan disparidades notorias en el estilo gráfico y el discurso audiovisual, lo que no contribuye a una sensación de actualidad y modernidad, aspecto toral ahora que los estudiantes son ya nativos digitales, y los docentes no pueden por diversas razones desarrollar habilidades para aprovechar las herramientas en el aula.
Hay otra circunstancia crítica que afecta la calidad (y en muchas ocasiones la transparencia) de la inversión que se hace en este aspecto y consiste en que los hacedores de políticas y los tomadores de decisión no han considerado suficientemente la evidencia científica sólida para evaluar correctamente la forma en que se diseñan e implementan los productos tecnológicos para la educación. Por ejemplo, la Fundación Jacobs afirma que muchas empresas con ganas de aumentar su mercado no han sido rigurosas al estudiar la evidencia de sus productos.
EdTech Impact, una plataforma de revisión independiente con sede en Gran Bretaña, encontró que solo el 7 por ciento de esas compañías utilizaron ensayos controlados aleatorios para identificar evidencia de impacto y que su principal aval eran -oh sorpresa- las citas de clientes y los estudios de casos escolares. Peor aún es que, de acuerdo con la misma fuente, muchos compradores públicos de productos EdTech no están exigiendo evidencia rigurosa que demuestre la eficacia de lo que adquieren, y solo el 11 por ciento sí solicitaron respaldo de pares para evaluar la calidad de los productos.
¿Qué hacer? Bajo el principio de que es la pedagogía y no la tecnología la que hace exitosa la presencialidad y la virtualidad educativas, una transformación efectiva es resultado de un cambio organizacional donde estudiantes, docentes, procesos y modelo educativo entienden a la tecnología como una herramienta para generar valor de manera integral en las escuelas y no como un reemplazo.
En otras palabras, una opción mucho mejor y más efectiva que repartir tablets es destinar un aula en cada escuela, con por ejemplo treinta o cuarenta computadoras para uso del alumnado, dispositivos electrónicos para el docente, estaciones de carga para resguardo de dispositivos electrónicos, servidores de contenidos para almacenar información y evidencias, acceso a la red y conectividad que facilite el proceso de enseñanza-aprendizaje en el aula, y equipos de cómputo para los instructores.
En el mismo sentido, es indispensable mejorar las competencias digitales de los docentes y su capacidad para que sepan efectivamente aprovechar las nuevas tecnologías en la mejora de la calidad y los aprendizajes.Un verdadero ecosistema digital educativo debe dirigirse a elevar calidad e inclusión, promover alianzas multisectoriales, formar emprendimiento digital, producir mejoras medibles y sostenibles en los aprendizajes, y orientar los recursos presupuestales con foco, transparencia y calidad.
En síntesis, toda política pública de Ed-Tech debe distinguir muy bien lo táctico (proveer servicio) de lo estratégico (mejorar aprendizajes, trayectorias y vidas); aprender que los recursos multimedia son condición necesaria, no suficiente, y lo que importa es el modelo pedagógico, no la herramienta; insistir en que el papel del docente es estratégico y por ende su capacitación; revisar cuidadosamente las prácticas más rigurosas para saber qué funciona y qué no, y, por último, ejecutar intervenciones piloto de escala reducida, evaluar sus resultados y solo después escalar al resto del sistema educativo.
De otra forma, un buen deseo terminará en un gran fracaso.