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¿Debemos pagar más por el agua?

Con este título, el influyente analista internacional Moisés Naím dedicó uno de sus programas a principios de octubre a explorar la crisis global de escasez de agua (y por qué deberíamos repensar nuestra relación con este recurso vital).

Entre otras cosas, este análisis demostró, con datos duros, cómo ha crecido el estrés hídrico en el mundo y cómo puede haber (y de hecho hay) una correlación alta entre la disponibilidad o escasez del recurso y los costos que se pagan o dejan de pagar por él. 

El problema no es nada nuevo. Llevamos discutiéndolo cerca de medio siglo (y al menos tres décadas en Aguascalientes), pero parece que no hemos entendido a cabalidad la dimensión del problema, sin duda, el más importante para la sostenibilidad del estado a largo plazo.

Como es natural, en un aspecto tan sensible social, ambiental y económicamente, los enfoques van desde concebir el agua como derecho humano o bien común y, por tanto, de libre disposición, hasta entenderla como un elemento exclusivo de una economía de mercado (sujeto en consecuencia a las reglas de la oferta y la demanda).

Aún cuando la naturaleza de la discusión en México no parece muy diferente de la que ha habido en lugares tan dispares como Argentina, Trinidad, Portugal, Australia o Turquía,  destaca en todos ellos la admisión de que el modelo tradicional de gestión del agua —administración municipal, precios artificiales, falta de incentivos para mejor aprovechamiento y escasa cultura del reúso— es sencillamente inviable.

Al mismo tiempo, México y el mundo han entrado en una fase crítica de insuficiencia de agua caracterizada, entre otras cosas, por el crecimiento demográfico, el abatimiento de los mantos freáticos, el desperdicio y los excesos en los patrones de consumo, la obsolescencia de las redes de conducción del líquido, la mala distribución entre usos urbanos y agropecuarios, así como los bajos porcentajes de tratamiento, reutilización y  aprovechamiento de aguas pluviales.

Algunas estimaciones calculan que la escasez crónica afecta ya a 80 países y a un 40% de la población mundial. La demanda de agua se incrementa a más del 2% anual, lo que implica que se duplicará cada 21 años.

Los orígenes del problema son variados, pero el resultado es uno: la escasez de un bien único genera, inevitablemente, tensiones, disputas y conflictos políticos; en el plano económico, un alineamiento del precio por la vía de un mercado regulado, por el camino de la informalidad o por los subsidios interminables.

México no es la excepción en esta realidad crítica. Según el Programa Nacional Hídrico 2013-2018, en los últimos 63 años, mientras que la población aumentaba de 48 millones de habitantes a casi 100 millones en 1993, el país redujo su disponibilidad anual de agua por habitante de 18 mil 035 metros cúbicos a tan solo tres mil 982. Esto significa que, en el año 2025, estaremos por debajo de los tres mil 500 m3/hab/año (recomendados por los estándares internacionales).

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Más aún, como señala el experto José Sarukhán, dada la correlación que existe entre la conservación de bosques y selvas con la producción de agua, el ritmo de deforestación en México (de alrededor de 600 mil hectáreas por año) anticipa una situación aún más grave en menos de medio siglo.

los desequilibrios hídricos en una región semiárida como Aguascalientes, sin lagos ni ríos permanentes y una modesta precipitación pluvial de 500 mm anuales, son claros: sobreexplotación de las aguas subterráneas, déficit de disponibilidad, abatimiento del acuífero, entre otras cosas.

Este conjunto de evidencias suele perderse de vista a la hora de analizar la cuestión, y más todavía por la enorme confusión ideológica y política que ha contaminado en los últimos años la comprensión profunda de cómo y porqué se diseñan, formulan e instrumentan decisiones clave de política pública.

Esta discusión ha llevado, sin embargo, a introducir una disonancia entre valores y abstracciones como el enfoque de “derechos”, por sí mismos legítimos, y la naturaleza técnica, financiera, social e incluso científica que subyace en una política pública realista y eficiente.

Entender esa disonancia representa la diferencia en el abordaje objetivo de la cuestión del agua o, dicho con más propiedad, en cuál es el mejor modelo de gestión para proveer eficientemente el servicio.

Actualmente existe una aceptación generalizada en el mundo de que el agua es una cuestión de seguridad nacional y que, por ello, necesita otras políticas como la reducción del consumo del agua y, por consecuencia, de la extracción, el derroche y el desperdicio concomitantes.

Esto último depende de que, entre otros factores:

Lo dijo hace muchos años una de las principales especialistas internacionales en el tema, Sandra Postel: “Muchos de los problemas […] derivan de que la valoración que se hace del agua no se acerca ni someramente a su auténtico valor. Fijar precios exageradamente bajos perpetúa la ilusión de abundancia y de que no se pierde nada por despilfarrarla”.

En el mundo, ha surgido una verdadera revolución en el tema puesto que los gobiernos se han visto emplazados a cobrar, no sólo el agua, sino también los costos ambientales; más aún, el costo de oportunidad, es decir, los precios reales en el mercado de un recurso escaso.

Dicho de otra forma, la idea de “agua libre y gratis para todos” se volvió totalmente contraproducente en la medida en que fomenta el uso irresponsable del agua, amenaza las reservas y  compromete el futuro mismo tanto del sistema hidrológico como del medio ambiental.

Aguascalientes no debe cometer el grave error de, por razones políticas o por actitudes populistas, tomar decisiones improvisadas y pensadas solo para complacer a la galería, a los partidos o a los regidores. Todos ellos, hay que decirlo, no tienen la mínima idea de la seriedad y gravedad de un problema que puede afectar el futuro del estado.

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