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Redes sociales, ¿para qué?

En la última década y media, conforme las tecnologías de la información y el desarrollo de la inteligencia artificial se han vuelto más diversificados e innovadoras, ha surgido una modalidad de comunicación abierta, transversal y directa entre usuarios conectados a internet —una especie de lo que en el campo del comercio se llamaba C2C (Consumer to Consumer)— que originó ese fenómeno que hoy llamamos, genéricamente, redes sociales.

Desde los mercadólogos hasta los filósofos, todos suponen que estar en las redes, a través de sus variadas plataformas, es condición indispensable de existencia en cualquier terreno —desde la autoafirmación psicológica hasta la política—, de suerte que quienes no participan en ellas sencillamente constituyen el nuevo “lumpen”—el grupo social formado por los individuos socialmente marginados como indigentes, mendigos, etc. —. También asumen que esas redes han cambiado el mundo (es decir, la narrativa, el relato y la conversación), para siempre. Tengo mis dudas y cierta evidencia apunta para otro lado.

Hace treinta años, con el fin de la Guerra Fría, la desintegración de la URSS y la caída del Muro de Berlín, muchos se apresuraron a decretar el fin de la historia. Así, en esta ocasión, las formas del entendimiento entre seres humanos seguirán siendo más o menos iguales. Las preguntas fundamentales también seguirán siendo las mismas que hace siglos, aunque sus instrumentos de mediación hayan cambiado. Veamos.

El primer elemento es que, en lo fundamental, la comunicación entre personas, lo mismo en redes que en mediadores tradicionales, sigue obedeciendo a viejos principios. Es un ejercicio esencialmente psicológico que produce tensiones en el proceso individual de toma de decisiones, impacta el sistema de creencias personales o colectivas, plantea dilemas de todo tipo y fomenta disonancias cognitivas entre los sentimientos, estados de ánimo y expectativas de una persona y las razones y argumentos que nutren sus propias experiencias vitales.

Es bien sabido que a la condición humana la mueven un conjunto de factores como el interés, el subconsciente, los estados de ánimo, el resentimiento, el miedo, la frustración y un largo etcétera alojado en la psique de las personas. La existencia de todos esos factores y la manera como modelan comportamientos ha sido previa lo mismo a la aparición de la imprenta que de las redes, a la literatura de Shakespeare que al impacto de los llamados influencers.

El segundo componente es que, contra lo que por años sostuvo Marshall McLuhan, el medio no es necesariamente el mensaje. Hoy sabemos, gracias a la investigación neurológica, que tanto el diseño como el contenido del mensaje y la percepción del receptor, en redes o en medios tradicionales, son los elementos clave en los procesos cognitivos mediante los cuales la gente toma decisiones. Su eficacia y profundidad dependen de las características particulares de unos y otras. En otras palabras: no es el medio sino la conexión subyacente entre lo que sugiere un mensaje (y los deseos o expectativas de quien lo recibe).

En tercer lugar, la idea de que las redes suplantan a la realidad no sólo no se sostiene, sino que es de una ingenuidad candorosa. La evidencia es abundante: la gente ya no compra automáticamente gato por liebre.

En los asuntos públicos, por ejemplo, políticos tanto novatos como veteranos siguen pensando que para gobernar basta con “saliva y pulque” como decía un viejo gobernador del siglo pasado, y que el fin último es obtener altas cotas de popularidad. El problema con esta tesis es que hoy existen indicadores que prueban con datos duros si una economía crece, los empleos aumentan o la educación mejora. Su veracidad o falseamiento no puede ser ocultado con lo que da en llamarse un buen manejo de redes, entre otras cosas, porque la sociedad puede testimoniar de manera directa los resultados concretos de las políticas públicas.

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No es infrecuente que, en muchos países o estados, la popularidad de los gobernantes sea inversamente proporcional a los logros que alcanzaron o a los progresos reales de sus entidades. Decía Lincoln: “Se puede engañar a parte del pueblo por algún tiempo, pero no a todos todo el tiempo”.

Toda proporción guardada, Churchill, que tras liderar exitosamente a Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial perdió de manera aplastante las elecciones frente a los laboristas en 1945, hoy es considerado el más grande héroe de la historia británica.

Adolfo Suárez, defenestrado como el primer presidente del gobierno español democráticamente electo en medio de una tentativa de golpe de estado y con su partido hecho trizas, es unánimemente calificado el gran artífice de la transición.

Hasta el controvertido Nixon, que tuvo que dimitir de manera escandalosa, es reconocido como el presidente norteamericano más visionario en materia de política exterior, medio ambiente y seguro sanitario —y cada año se publica una nueva biografía sobre el personaje—. Las redes, por cierto, no existían en esos años.

Quizá uno de los mejores ejemplos del relativismo de las redes se encuentra en la política. Es cierto que, en México, un 78% de la población dice ser usuaria de alguna red social, pero esto no asegura la efectividad electoral: en 2015 solo la mitad declaró que usó las redes para promover a un candidato.

En España, en 2019, apenas un 25% dijo que influyeron el sentido de su voto; en Estados Unidos, en 2020, esa proporción fue de 23%. Un ejemplo más: durante los comicios de 2021 en el décimo distrito electoral federal de la ciudad de México, la candidata ganadora tenía 1.6 millones de seguidores en Twitter, pero sólo levantó 110 mil sufragios, y el candidato derrotado tenía 113 mil seguidores y apenas obtuvo nueve mil 43 votos.

Desde luego que la política no es ciencia exacta ni gobernar es un cuento de hadas, un concurso de popularidad o un torneo de imágenes y fotos de perfil en las redes. Hoy vivimos en una sociedad mediática volátil y cambiante; la comunicación está cada vez más mediada por los insumos que aporta la inteligencia artificial, el big data y los algoritmos. Nos enfrentamos a un mundo lleno de percepciones líquidas, realidades sólidas, códigos y lenguajes rotos. Pero una gestión gubernamental dista de ser un carnaval y un día hay que enfrentar la prueba del ácido: los resultados comprobables, los datos duros, la evidencia verificable.

Así que la lección es clara: las redes son útiles, pero efímeras. La historia es real y de largo plazo.

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