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Los sangrientos aztecas

Por: Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas de Ediciones B: México en Llamas;  México Desgarrado; México Cristero; Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca; Ayatli, la rebelión chichimeca; Santa Anna y el México Perdido; Juárez ante la iglesia y el imperio y Kuntur, el Inca de Lectorum.

Desde la mítica Aztlán (en lo que probablemente ahora son los estados de Arizona y Utah), los aztecas fueron guiados por su dios Huitzilopochtli a la tierra prometida: un enorme lago con una isla desapacible, donde debían asentarse y convertirse en la potencia dominante de la región. El viaje hacia la tierra soñada no fue rápido; en sí, les tomó dos siglos, con un largo desplazamiento de casi tres mil kilómetros por zonas inhóspitas.  

Su guía volaba periódicamente sobre ellos en forma de águila blanca para indicarles el camino correcto. Recorrían una decena de kilómetros y se asentaban por temporadas donde les tocara, sabiendo que aquel no era el sitio indicado y que debían seguir buscando, hasta encontrar la señal.

Tras penurias, guerras con tribus del camino, y provistos de una determinación a prueba de todo, los “Hijos de la Grulla” llegaron a la isla de Tenochtitlán en 1325. Ahí, Tenoch, su fiel sacerdote, dio con el signo anhelado: el águila con la serpiente enroscada en las garras y el pico, posada majestuosa sobre un robusto nopal que sobresalía de un peñasco.

Así surgió la cultura más sangrienta y belicosa del último término de la historia de Mesoamérica. Al asentarse en Tenochtitlan, los aztecas se convirtieron en los mexicas. En unas cuantas décadas, bajo las órdenes del tlatoani tepaneca Tezozómoc, señor de Azcapotzalco, a quien servían como mercenarios a cambio del permiso para vivir en la isla, sometieron a casi todos los señoríos del lago, hasta que en una sangrienta guerra liquidaron a su tirano y amo Maxtla (hijo del tirano tepaneca).

Así nació la Triple Alianza (1427-1521): Tenochtitlan con Texcoco y Tlacopan como contrapeso. Su poder abarcaba desde los desiertos del norte hasta la selva de Chiapas, así como del Golfo de México hasta el océano Pacífico. La vida de este imperio duró tan solo doscientos años, pero, en este periodo, fueron los más temidos y aguerridos del Anáhuac. Tuvieron como rivales a los tlaxcaltecas y a los purépechas, a quienes jamás pudieron someter. 

El enigma que acompaña a esta cruenta cultura radica en el sangriento Huitzilopochtli. ¿Qué era aquella ave voladora a la que llamaban águila blanca, y que, por momentos, los acompañaba e inclusive daba instrucciones a los sacerdotes?

El dios exigía sangre humana a cambio de su protección y lo mismo ocurrió con Tláloc, a quienes dedicaron dos templos en su majestuosa pirámide erigida por los tlatoanis de la Triple Alianza. Engrandecida por cada sucesor, se alzó una mole de 66 metros de altura, donde sacrificaban humanos y se les arrancaba el corazón. En la simple inauguración del gobierno de Ahuízotl, se mataron, en un par de días, veinte mil víctimas. La sangre era tanta que pintó de rojo las escalinatas del teocali.

¿Eran acaso tontos los aztecas, al dejarse engañar por un timador que exigía sacrificios humanos a cambio de lo que, sin ningún problema, podía proveer la naturaleza?

Cuando uno mira a Coyolxauhqui en el museo del Templo Mayor se queda pasmado. Aquella diosa monstruosa descuartizada es la hermana del mismo Huitzilopochtli, asesinada por este al salir del vientre de su madre Coatlicue para enfrentar a sus celosos hermanos —quienes querían matarlo—. Coyolxauhqui, la instigadora mayor, es aniquilada por atreverse a atentar contra el infernal bebé.

Se dice que Huitzilopochtli cargaba un arma extraña llamada Xiuhcoatl (serpiente de fuego, serpiente brillante, o serpiente solar). Este era el armamento más poderoso de los dioses mexicas, empuñado por el dios de la guerra, con el cual mató a 400 de sus hermanos y a su hermana Coyolxauhqui.

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Al contemplar la efigie de Coatlicue, la madre del dios, uno nota que es un monstruo en toda la extensión de la palabra. Esta efigie nos mira amenazadoramente. Su cabeza está conformada por las cabezas de dos serpientes, cuyas fauces se encuentran al centro, sobre los hombros; muestra dos violentos ojos hacia el frente, cuatro largos colmillos y dos lancetas de los áspides fusionadas.

Una falda de serpientes adorna su robusta cintura. Simbolizando la fertilidad, despliega orgullosamente los pechos caídos de tanto alimentar a sus hijos. Lleva un collar de manos y corazones humanos que representa el esfuerzo por sobrevivir, así como la vida misma —que pertenece a los dioses y nos la pueden arrebatar en el momento que quieran—.

Tiene dos cráneos, uno en el pecho y otro en la espalda. Estos representan la muerte, siempre presente, tanto en el pasado como en el futuro. El monstruo se sostiene con dos enormes patas, parecidas a las de los Atlantes de Tula, donde sobresalen dos garras enormes, como de reptil y águila al mismo tiempo.

Estos monstruos ultraterrenos no eran representaciones de la imaginación de los aztecas: eran seres reales que se les aparecían amenazantes, exigiendo sangrientos sacrificios a cambio de protección y la vida misma de los mexicas.

¿Acaso griegos, sumerios y egipcios estaban igual de locos al tener como dioses monstruos con cabezas y extremidades de animales? Eso era lo que veían; en sus estatuas y grabados los representaban así.

Tláloc, el otro brutal dios azteca, llevaba unas gafas redondas para adaptarse a la visión de nuestro espectro de luz. Aquel ente ultraterreno exigía sangre a cambio de agua potable y buenas cosechas. Esos dioses llegaron de visita a la Tierra; sometieron y dirigieron a los arcaicos pueblos con los que se encontraron.

Aquellos templos gemelos que se encontraban sobre las cimas de los teocalis, uno azul (el de Tláloc) y el otro rojo (el de Huitzilopochtli), eran auténticas sucursales del infierno. El mismo Hernán Cortés vomitó de asco al mirar cientos de corazones podridos dentro de las fauces de piedra de Huitzilopochtli.

Ganas no le faltaron en ese momento de destruir ese diabólico ídolo; la cordura y el respeto requerido como invitado de Moctezuma lo privaron de hacerlo, aunque meses después lo consiguió, al arrasar por completo el Templo Mayor en la conquista definitiva de Tenochtitlan.

La obsesión de Huitzilopochtli por la sangre se repite en otros supuestos dioses como Yahvé, Baal, Moloc y Dagón, siempre obsesivos en que se les entregasen sangre y vísceras frescas a cambio de bienestar y tranquilidad para sus pueblos protegidos.

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