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Industrias culturales y creativas: contra la frivolidad del espectáculo

Según la UNESCO, la economía creativa se define como el espacio de intersección entre las diversas industrias culturales y creativas, es decir, las artes, la cultura, el comercio y la tecnología, para generar valor sostenible que mejore la calidad de vida y el bienestar de las sociedades en un sentido integral. Hasta 2021, ese sector representaba el 3% del PIB mundial y empleaba a unos 30 millones de personas; en el caso de México, de acuerdo con la Cuenta Satélite de la Cultura en México 2020, era equivalente al 2.9% del PIB nacional. 

En buen castizo, esto quiere decir que esas industrias importan bastante más de lo que la simplificación burocrática supone y, por tanto, deben ser entendidas como tal. Pese a ello, la gran interrogante es si los políticos y funcionarios entienden en realidad de qué va hablar de cultura, creatividad y economía. La respuesta más probable es que no o, al menos, no del todo.

Por regla general, los gobiernos le otorgan poca relevancia a lo que podemos llamar la política cultural, que es el motor que mueve o debiera mover esas industrias. Suele estar en los últimos lugares de las prioridades públicas, le otorgan poco presupuesto, la interacción entre los responsables del sector con el resto de la administración pública es más bien escasa, los medios le conceden poco espacio y, al final del día, lo que sucede en ese espacio se queda confinado entre una porción muy reducida de la sociedad. Me parece, esta es una posición no sólo equivocada sino, peor aún, desaprovechada desde el punto de vista de la política a secas.

La primera cuestión es que el apoyo al desarrollo de las industrias creativas y culturales tiene por sí mismo un valor ético y estético para cualquier comunidad que se precie de ser razonablemente civilizada. Permite formar generaciones sensibles, educar a una población en torno a formas y caminos mucho más exquisitos de entender el mundo y la vida, así como ayudar a alejarnos de la vulgaridad y la frivolidad imperante que amenazan cada vez más con corroer los bienes públicos que provee la cultura.

Derivado de esa confusión intelectual y política, los responsables de la burocracia cultural creen que se trata, más bien, de llenar la oferta con pan y circo porque es la manera en que, según ellos, se pueden llenar museos, casas de cultura o salas de concierto.

El problema con esta tesis es que reproduce la consigna con que, desde los años setenta del siglo pasado, la televisión adocenó a legiones de personas con un argumento banal: no hay que elevar el nivel cultural del pueblo sino bajar el estándar de lo que se le da.

Como se decía en aquellos años: Televisa destruye por las tardes lo que la educación enseña por las mañanas. Y así nos fue: buena parte del fracaso de la educación pública mexicana tiene allí su origen. No es lo mismo Mahler que la banda del Recodo, y nunca lo será. Una cosa es la cultura, otra el espectáculo y una más el circo.

El otro error es que no acabamos de entender lo que significa una política pública en materia cultural. En 1994, el presidente de Colombia, Ernesto Samper, propuso crear un ministerio de Cultura, que finalmente nació, aunque en medio de una discusión al respecto. García Márquez, uno de los opositores de la idea, ofreció un argumento. Según él, a “la cultura hay que dejarla suelta a su aire. El Estado tiene el deber de fomentarla y protegerla, pero no de gobernarla, y todo ministerio de cultura termina por ser tarde o temprano un ministerio de policía para la cultura”.

En realidad, tanto García Márquez como Octavio Paz pensaban, tal vez por razones generacionales, en los ministerios de cultura de regímenes dictatoriales que eran en realidad ministerios de control o de propaganda (o que terminaron siéndolo).

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¿Qué supone este recuento? A estas alturas, no hay utilidad práctica en discutir si queda o no una dependencia encargada de la cultura. Lo relevante es comprender cuál es su misión, los valores que la guían y el modelo de gestión. Por ejemplo, hay un modelo interesante, en EUA. No hay un ministerio ni un departamento sino el National Council on the Arts y el National Endowment for the Arts (que es el que maneja el presupuesto), dedicados esencialmente a establecer líneas de trabajo, encabezar iniciativas y dar fondos.

Los miembros de los órganos de gobierno de ambos son nombrados por el presidente para seis años. Son seleccionados, dice a ley respectiva, por su conocimiento ampliamente reconocido y su profundo interés en el campo de las artes. En suma, la cultura no es de un funcionario o de un gobierno: es de la comunidad.

En segundo lugar, la política de las industrias creativas y culturales no puede ser para los caprichos o las ocurrencias de las administraciones en turno. ¿Entonces para qué es? Desde luego, no existe una sola respuesta, pero hagamos un intento. Por un lado, distingamos entre política cultural del estado y actividad cultural; lo que vemos es más lo segundo que lo primero.

Por otro, como Fumaroli advierte, a veces se usa la cultura con fines históricos, invasivos, ideológicos o incluso compensatorios, como fue en Francia en el siglo pasado. En ese sentido, advierte contra la “cultura de la distracción”, contra un ministerio “que se arrogue el papel de guía cultural, promotor del arte de vanguardia y árbitro del gusto”, y contra la improvisación, el despilfarro, la burocratización, el patrimonialismo y el clientelismo tanto en las artes como en las letras.

Con esas precauciones, surgen algunas ideas mínimas: el estado debe concentrarse en unos cuantos ejes de trabajo, muy específicos y que haga muy bien, por ejemplo:

En tercer lugar, el Estado no es responsable de hacer cultura, ni de producir genios, ni de descubrir artistas. Tiene como deber instalar las condiciones básicas (materiales, físicas, intelectuales, financieras etc.) para que los creadores desarrollen su propio talento y produzcan su trabajo con la mayor calidad.

Finalmente, ¿cultura para quién? Hace tiempo me preguntaron, por ejemplo, si yo estaba de acuerdo con una caracterización de Aguascalientes como la “Atenas de México”, quizás por la presencia a principios del siglo pasado de gente como Posada, Herrán, Ponce, López Velarde y Fernández Ledesma; es decir, si éramos un “estado culto” o si el calificativo era una exageración provinciana.

Yo contesté que me parecía un calificativo más bien generoso y una inyección de vitamina para la autoestima colectiva, pero un poco extravagante. Creo que la producción de bienes culturales en otras ciudades es más copiosa o más visible. Por lo demás, no entiendo bien qué se quiere decir con «estado culto»; hay sociedades cultas, personas cultas, sociedades alfabetizadas, pero, ¿estados cultos?

En suma, es un buen momento para hacer una evaluación profunda de la actividad cultural que permita un mucho mejor funcionamiento de las instituciones encargadas de ejecutarla, un nuevo diseño para la toma de decisiones y para la ejecución de las políticas públicas en materia cultural, un esquema de incentivos que facilite la atracción y aplicación de mayores recursos privados en  la actividad y las industrias culturales, una diversidad más elevada, más abierta, más global de la oferta cultural, así como una mucho mayor profesionalización de la gestión cultural que evite, eso sí, la frivolidad del espectáculo.

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