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Educación superior y empleabilidad: alcances y limitaciones

En 2021, la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) publicó su informe sobre “Educación superior, competitividad y productividad en Iberoamérica”en el que se analiza el papel de la educación universitaria en América Latina (ALC). Además, se estudia su capacidad para promover la innovación y la competitividad en un entorno empresarial cada vez más interconectado y por lo mismo más atractivo, en especial, ante la velocidad de otras regiones como China, el sudeste asiático y algunos países de África.

La coyuntura es muy compleja y es probable que el ritmo de crecimiento de la matrícula universitaria en la región versus el resto del mundo sea menor (lo que no es necesariamente una mala noticia). Por lo pronto, ya tenemos casi 33 millones de estudiantes universitarios en ALC, el mayor número en la historia, y la tasa de retorno —es decir, el premio salarial si se tiene o no educación superior— es de un 16% anual, según el Banco Mundial.

Si se interpretan bien las señales, este panorama permitirá liberar energía y recursos para poner ahora un mayor acento no sólo en una vinculación mucho más afinada con el mercado laboral sino en la formación del posgrado, la investigación aplicada, la producción y transferencia de conocimiento de alta calidad y de impacto social asociado al bienestar de las comunidades, entre otras razones, dado que la inserción de los egresados en el mundo del empleo se ha venido debilitando y ALC exhibe serias insuficiencias en la generación de innovación y conocimiento. Me detengo solo en el primer aspecto.

En primer lugar, la época en que la mera posesión de un grado o título era el pasaporte para todo lo demás se acabó. Por un lado, la tasa de retorno que ofrezca dependerá de la especialidad cursada, la calidad y reputación de la institución educativa (evitando ir a las llamadas universidades “patito”, que son una verdadera estafa) y, desde luego, el desempeño, talento y capacidad del egresado. Pero, por el otro, será decisivo el grado de absorción de este capital humano que muestren las economías nacionales, el cual estará sujeto a sus niveles de crecimiento, productividad, innovación, complejidad y diversificación. En este punto, la región tiene enormes desafíos.

En segundo lugar, aunque no hay datos agregados sobre empleabilidad de los egresados universitarios para el conjunto de la región, en 2019 el desempleo juvenil en América Latina era ya de 19.8%. En algunos países en particular, como México, la desocupación desagregada por nivel de instrucción llega al 31% en el caso de quienes tienen educación superior.

Según la ENOE del INEGI, mientras que en febrero de 2015 la población desocupada con estudios superiores era de 582 mil 306 personas, exactamente cinco años después ascendía a 660 mil 166, antes de la pandemia. Pensemos solamente que, en México, se estima que cada año hay 500 mil egresados que aspiran entrar al mercado laboral. Para el caso de Aguascalientes, esa misma encuesta informaba en 2021 que había unos ocho mil jóvenes con título profesional que no tenían empleo.

Las razones son varias, desde luego. Unos suponen que hay un exceso de oferta de egresados y una alta concentración en áreas tradicionales del conocimiento —55% de los estudiantes universitarios de ALC está en las áreas de ciencias sociales, humanidades y administración, contra 25% en promedio en los países de la zona OCDE— que el mercado laboral no puede absorber; otros plantean que hay brechas de calidad que dificultan contratarlos, y algunos más lo atribuyen a la baja productividad de las economías nacionales. Lo más probable es que sea una combinación de todas esas causas a las que ahora hay que añadir la contracción económica asociada al COVID-19.

En tercer lugar, muchos de los egresados entran al mercado laboral con carencias importantes de habilidades y competencias que las empresas deben subsanar (y que les supone un costo adicional).

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Por ejemplo, casi la mitad de los empresarios encuestados para un reporte de la OEI encontraba dificultad para cubrir vacantes, especialmente en Argentina, México y Portugal; 75% de las empresas dijeron que tenían que instrumentar programas de re-skilling o up-skilling que son complejos y caros; 33 empresas multinacionales de capital iberoamericano declararon que los perfiles más difíciles de encontrar son ingenieros en sistemas, tecnologías digitales, analistas de datos, programadores, especialistas en ciberseguridad y en transformación digital, entre otros.

En contraste, los más fáciles son los administrativos, financieros, comerciales y legales; solo como ejemplo, en México hay en la actualidad unos 390 mil jóvenes estudiando la carrera de derecho. Esto refleja un claro —y típico desequilibrio— entre la oferta y la demanda.

Otro estudio de la OCDE señaló que ocho de cada diez nuevos empleos se ubican en áreas innovadoras como tecnólogos manufactureros, expertos en TIC´s, finanzas, desarrollo urbano, big data, salud, biotecnología, robótica y servicios. Este abanico de opciones constituye, claramente, una robusta área de oportunidad.

En Aguascalientes, por ejemplo, alrededor de 54 mil estudiantes están cursando alguna carrera en 64 instituciones de educación superior, pero el 81% de los jóvenes dice que es la tercera región del país (de siete) donde más se les dificulta encontrar trabajo (como señala Manpower). Probablemente esto se debe a que el tipo de perfil demandado por los empleadores es más complejo o exige mayor calificación que lo ofrecido por el egreso universitario. Cualquiera que sea la causa, el efecto es uno: la educación superior podría no estar cumpliendo con las expectativas razonables que los estudiantes, los padres de familia y la sociedad espera de ella.

En suma, la crisis sanitaria y el estancamiento económico no han hecho sino confirmar la mutación de un modelo que ha entrado en una etapa de rendimientos decrecientes. Si las instituciones de educación superior quieren sobrevivir en un siglo XXI incierto y desafiante, deberán promover cambios profundos tanto estructurales como sistémicos para insertarse y competir en la sociedad futura: una sociedad del conocimiento cuyos trabajadores y profesionales serán la fuerza dominante en el universo laboral.

¿Están preparados nuestros sistemas de educación superior para hacer frente exitosamente a esta panoplia de desafíos? Lo veremos, pero por lo pronto, este es el momento de encarar la disyuntiva entre continuar con la inercia de una educación deficiente o avanzar hacia otra que aporte confianza y certidumbre en el poder de la educación como instrumento de transformación.

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