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Villa ataca Columbus

Por: Alejandro Basáñez Loyola

Villa y Talamantes se encontraban a una milla de Columbus, Nuevo México. Venían acompañados de las columnas encabezadas por Candelario Cervantes, Pablo López, Francisco Beltrán y Martín López.

Villa comentaba que atacarían Columbus en represalia, dado que Wilson había ayudado a los carrancistas a cruzar por Texas, para sorprenderlo en Agua Prieta y así derrotarlo. 

—Apenas entren al pueblo, me buscan y fusilan a Sam Ravel —Pancho hacía girar su caballo mientras hablaba, mostrando su maestría al dominar a la bestia—. Ese hijo de puta me robó dinero en la compra de armas que no servían. De Pancho Villa ningún pinche gringo se burla. 

—¿Y qué con el banco? —preguntó Pablo López, el aborrecido asesino de Santa Isabel. 

—Candelario les ayudará a volar la caja fuerte y traerse el dinero. Algo bueno tenemos que sacar de este pinche pueblo rascuache, ¿no?

Todos rieron confiados en el éxito de la operación. Candelario Cervantes había espiado a la guarnición militar de Columbus e informó a Villa que no pasaba de sesenta hombres. La sorpresa vino cuando se dieron cuenta que eran seiscientos hombres, no sesenta.

El contingente se dividió en dos destacamentos. Uno atacaría la guarnición militar de Camp Furlong al sur; el otro, el centro de Columbus para asaltar el banco y ejecutar a Sam Ravel, después de quemar su Commercial Hotel. Villa permanecería con una pequeña reserva de hombres en el lado mexicano de la frontera para intervenir en el mejor momento de la conflagración.

El ataque dio inicio a las 4:45 de la mañana del 9 de marzo de 1916. El primer destacamento atacó Camp Furlong. Abrió fuego contra las barracas de los militares, pero equivocó su objetivo al confundir los establos con los dormitorios de los soldados.

Muchos caballos murieron, pero irónicamente ningún soldado norteamericano. Esto dio tiempo a que los estos se reorganizaran y contraatacaran eficazmente. El comandante de la compañía de ametralladoras Ralph Lucas colocó a su gente con sus modernas armas de repetición y abrió fuego letalmente contra los mexicanos. Los hizo huir, dejando varios muertos en el camino.

La segunda columna de villistas irrumpió en el centro de Columbus soltando tiros a quien se cruzara en su camino o se asomara por alguna ventana encendida. Gritaban “Viva México”, “Viva Villa, cabrones”. Sin perder tiempo, algunos se dirigieron directamente al banco y otros en busca de Sam Ravel al Commercial Hotel. 

Fernando Talamantes entró al hotel y amenazó al recepcionista preguntándole por Sam Ravel. El asustado empleado explicó que Ravel estaba en El Paso con el dentista. Talamantes le puso el cañón en la sien diciéndole que lo llevara a su casa. El empleado obedeció, aterrado, mientras sus compañeros prendían fuego a los pasillos del hotel. Los villistas mataron a cuatro huéspedes por intentar sacar sus pistolas; los demás huyeron despavoridos. 

El asustado empleado llevó a Talamantes con Arthur Ravel, hermano menor de Sam. Al comprobar que Ravel no se encontraba ahí, Fernando ordenó a sus hombres que fueran con Arthur a la tienda de la familia y que, después de saquearla, la incendiaran. 

Antes del incendio del hotel, la noche era oscura como boca de lobo. Eso ayudó a los villistas a sorprender a los asustados ciudadanos y soldados de Columbus. El fuego del hotel sirvió para iluminar a los invasores y así hacer más fácil el dispararles.

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Talamantes se dirigió al banco con cuatro de sus hombres; mientras tanto, los dos que se llevaron a Arthur fueron baleados al pasar cerca del hotel en llamas, liberando así al menor de los Ravel. Al notar Fernando que sería imposible sacar el dinero del banco sin ser ametrallado por los soldados, mejor huyó por una de las calles. 

Maclovio se llevó a Fernando a empellones y, como pudieron, huyeron del lugar. Columbus se había convertido en la pesadilla de villistas y norteamericanos: una veintena de víctimas norteamericanas frente a las más de cien villistas. 

Francisco Villa, sin saberlo, pasaba a la historia de los Estados Unidos como el único extranjero en invadir territorio estadounidense y salir impune.

Wilson golpeó con el puño cerrado la mesa de madera oval en la Casa Blanca. John Kent trató de calmarlo.

—Lo sabíamos, John. Alemania compró al bandido ese para que atacara a los Estados Unidos.

—Todo esto es una provocación, señor presidente. Alemania quiere que nos enfrasquemos en una guerra con México para que no los combatamos en Europa. No caigamos en el ardid. Preparémonos para acabarlos allá. Villa es una fiera herida en la montaña. No tiene ni hombres ni armas para volver a atacar. Mantengamos a Pershing un rato por ahí, para exaltar nuestro patriotismo ofendido, pero no caigamos en la trampa. El enemigo no es Carranza, es el Káiser.

—Debimos haber entrado a la guerra contra Alemania desde que hundieron el Lusitania. No sé por qué nos hemos esperado tanto.

Un sudor frío recorrió el cuerpo de Kent al recordar la manera milagrosa en que había salvado la vida. Todavía tenía pesadillas recurrentes sobre el mar de Irlanda, el agua que amenazaba con congelarlo mientras se aferraba al milagroso bote en que volvió la vida.

—Yo estuve en ese barco, señor presidente. Yo vi como en dieciocho minutos más de mil hombres, mujeres y niños, que horas antes comían, cantaban y bailaban, fueron tragados por el helado mar de Irlanda. Yo sabía que el submarino alemán que nos había torpedeado andaba cerca y sólo veía a través de su periscopio cómo nos moríamos sin hacer nada por ayudarnos. Desde ese día, odio más a los alemanes que antes.

—Lo supe, John, y te considero todo un héroe. Por eso insisto en que debimos haber atacado después de ese crimen contra ingleses y americanos.

—Nunca es tarde, señor presidente. Preparemos todo para hacer la guerra en Berlín.

—Hay un agente alemán infiltrado en México, John. Es el que le dio armas a Huerta y convenció a Villa de hacer esta estupidez. Búscalo y acábalo. No quiero más ataques como el de Columbus. Yo prepararé a mis generales para que invadan Europa. Es bueno que Patton y Pershing practiquen en México. No quiero que se me acalambren en Francia.

—Sí, señor. Así lo haré.

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