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Villa asesina a su compadre Urbina

Por Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas históricas: México en llamas; México desgarrado; México cristero; Tiaztlán, el fin del imperio azteca; Santa Anna y el México perdido; Ayatli, la rebelión chichimeca; Juárez ante la Iglesia y el Imperio

a.basanez@hotmail.com y Twitter @abasanezloyola

Desde la derrota en Celaya, Tomás Urbina ya no creía más en su compadre Villa. Estaba más que probado que después de ser derrotados por Obregón en el Bajío, todo sería correr y huir para salvar la vida. El momento de la separación había llegado. “¿Para qué exponerme a que me maten, si ya soy inmensamente rico? De aquí en adelante todo va a ser huir y esconderse para mi compadre Villa. El momento de la separación ha llegado”, pensaba al llegar a su bella Hacienda de Nieves en Durango.

Como un general romano después de una gran conquista, Urbina fue recibido con fiesta y comida por su familia, que se alegraba al escuchar la nueva vida de tranquilidad y familia que su héroe les prometía.

—Ahora sí ya no voy a salir a pelear. Me quedaré aquí a trabajar mi hacienda y mis tierras.

Después de celebrar, el compadre de Villa excavó por la noche un profundo hoyo en un lugar secreto, donde escondió el oro con el que sus nietos vivirían desahogadamente.

Una semana después, el 19 de septiembre de 1915,  Pancho Villa, Fernando Talamantes y Rodolfo Fierro se acercaban junto con diez jinetes a la Hacienda de Nieves. Habían viajado de noche y en completo sigilo para sorprender en plena fiesta al traidor compadre.

—Algo le pasó a mi compadre. Les aseguro que él no era un traidor. Lo conozco desde que era un muchacho y nunca me falló —dijo Villa, buscando alguna justificación para que sus compañeros desviaran la atención de su querido compadre.

Los trece jinetes cabalgaban tranquilamente en una ancha vereda a la luz de la luna llena.

—Tu compadre se hizo pendejo en la batalla del Ébano, Pancho. Su favoritismo por los carrancistas y el petróleo está más que claro. Su primo Víctor dice que se anda levantando la falda con los constitucionalistas, y para el colmo, en el momento más importante de la batalla, retiró a la Segunda Brigada Morelos sin darnos alguna explicación creíble.

—Yo creo que ahí fue pendejada de Petronilo Hernández, Rodolfo.

—¡Pendejada ni madres, Pancho! —Los ojos de Fierro estaban inyectados en sangre al hablar del odiado rival que Urbina representaba para él. Fierro quería ser el único y fiel amigo del Centauro—. Su misma esposa, harta de sus engaños y chingaderas, nos chismeó que el compadre recibía dinero de los carrancistas. Nos vendió en el Ébano, Pancho. Cuando le dijimos que mandara a Borboa, su jefe de Estado Mayor, a la chingada por los problemas que nos causaba en el estado, se hizo pendejo y lo protegió. No te tortures porque sea como tu hermano. Te chingó y merece la muerte.

Talamantes no intervenía. Trataba de ser neutral y no enemistarse ni con Villa ni con el Carnicero Fierro. En el fondo él le tenía estima a Urbina, porque una vez fue salvado por él en la toma de Ciudad Juárez en 1911.

—Ya tendrá mucho que explicarme ese cabrón. Todo se espera, menos que le caigamos ahorita por sorpresa. Ya lleva días en el jolgorio. ¿Tú qué opinas Fernando, que no dices ni madres?

—Habla con él y decide lo que tu corazón diga, Pancho.

Fierro sonrió satisfecho de que Talamantes se mantuviera al margen. Ya era una preocupación menos para el Carnicero.

Los Dorados cayeron por sorpresa en la hacienda de Nieves. En minutos los experimentados hombres de Villa controlaron a los Plateados de Urbina, que se encontraban borrachos en una gran fiesta que les había organizado su espléndido patrón.

Urbina recibió un balazo que le destrozó el antebrazo, imposibilitado para disparar con la mano buena, fue paralizado por el arma de su compadre Villa.

—¿Qué te pasa compadre? ¿Te has vuelto loco? ¿Por qué me tratas así?

—¡Cállate cabrón, que tú ya no eres mi compadre! Necesito que me aclares unas cositas aquí mismo.

Los compadres se encerraron en un cuarto para hablar por más de una hora. Urbina lloró e imploró por la entrañable amistad que los unía. Villa se conmovió y por un momento pensó seriamente en el perdón para su amigo de toda la vida. Los Dorados se dedicaron a registrar la casa y encontraron dos bolsas llenas de dólares y monedas. Fierro sabía que eso era nada comparado con el tesoro que Urbina había ocultado. Fernando buscó en un chiquero y para su sorpresa encontró a un lado del chiquero una bolsa de cuero con muchas monedas de oro. Jugándose la vida la escondió dentro de sus ropas. Si le reclamaban diría que sí encontró algo, si no, su vejez estaría asegurada con este preciado tesoro.

Al salir del cuarto, ayudando a su compadre a caminar por sus heridas, se encontró con un Rodolfo  Fierro inclemente, que acaba de regresar de esculcar la casa de Urbina en busca del tesoro. Villa, con ojos de compasión, le dijo al oído a su segundo:

—Llévate a mi compadre con un doctor para que cure sus heridas, Rodolfo.—Yo no curo perros traidores, Pancho. Este cabrón es un renegado y todos lo sabemos. Esto ya está más que hablado, ¿no?

Villa no supo qué decir, aunque deseaba rogarle a Fierro que se olvidara de Urbina, ya era demasiado tarde para retractarse. Sería un error imperdonable para mantener su liderazgo.

Fierro, sin darle más oportunidad al Centauro de seguir dudando, se llevó a Urbina y a su jefe de seguridad para que supuestamente curaran al compadre. Todos, al verlos partir, sabían que Urbina era un hombre muerto.

Después de pasear en el auto por los alrededores, Fierro, acompañando de tres esbirros más sentados a su lado en el asiento trasero, detuvo el auto en un paraje desolado. A empellones bajó a Urbina y a Justo Narváez. Sin pensarlo nada mató de un certero balazo en la cabeza a Justo. Urbina, viendo lo que se le venía, se arrodilló implorando perdón al que hace unas semanas era su inferior, en cuanto a nivel y fama.

—Dame otra oportunidad Rodolfo —imploraba arrodillado el hombre fuerte y seguro que posó en la foto de Palacio Nacional junto a Villa y Zapata. El millonario dueño de 300,000 ovejas, 54 lingotes de oro, bolsas con monedas de plata y oro; y para rematar, un pueblo entero en Durango.

—Ya te cargó la chingada por traidor.

—¡Por favor, Rodolfo! ¡No me mates!

Los ojos de Urbina lloraban, mientras un hilillo de baba se estiraba entra la punta de la bota vaquera de Fierro y su boca implorante.

—Soy padre, tengo hijos… dame otra oportunidad por favor Rodolfo, te lo ruego…

La frente de Urbina estalló con la detonación a quemarropa de Fierro. Su cráneo abierto como una granada se vació de sus contenidos, como ocurre a un coco al ser macheteado para buscar su preciado jugo. Rodolfo sonrió satisfecho por su logro. Creyó ver el alma de Urbina abandonar el cuerpo por la espantosa herida. Ahora por fin él era la máxima estrella después de Villa. Sus compañeros, aterrados por la crueldad de su jefe y su probada influencia sobre Villa, subieron con respeto al auto sin decir una sola palabra.

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