El feminismo, o correctamente los feminismos, tiene poco más 200 años de existencia. Sus primeros antecedentes se remontan a la Ilustración, con la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana de Olympe de Gouges y con la Vindicación de los Derechos de la Mujer de Mary Wollstonecraft. Posteriormente, varias mujeres a lo largo del mundo y de la historia comenzaron diversos movimientos sociales y políticos para exigir la igualdad entre hombres y mujeres: las sufragistas, las socialistas, las afrodescendientes, las radicales, las lésbicas, las culturales, las decoloniales y muchas otras.
En este sentido, hablar de un feminismo resulta imposible. Cada movimiento ha construido sus reivindicaciones desde una identidad propia y una concepción de los derechos, de la igualdad y del mismo Estado, por tanto, hablar de feminismos es hablar de teoría política y filosófica, pero también es hablar de uno de los movimientos sociales más importantes. Entre estas diferencias teóricas y prácticas existe un punto en común, la creencia de que las estructuras sociales e institucionales han sido creadas para un solo modelo de ser humano: hombre, blanco, burgués, sin discapacidad, heterosexual y occidental (u occidentalizado) y que existe una relación desigual de las relaciones de poder entre aquéllos que no entren en ese modelo de ser humano, principalmente las mujeres.
El proceso de identificación con uno u otro modelo teórico feminista debe responder principalmente a dos cuestiones: cuál es el origen de la desigualdad y cómo puede resolverse. En este sentido, es legitimo que cada mujer construya su propia forma de lucha, pero es fundamental, primero, la congruencia teórica y, segundo, la comprensión de los elementos que tienen en común los diversos feminismos. Esto implica una gran tarea y sobre todo un gran compromiso.
Existe, sin embargo, otro aspecto más complicado para quienes nos llamamos feministas: la congruencia dentro del espacio privado –que desde luego es, a su vez, público -. Se trata no solo de comprender el discurso político feminista, sino de interiorizarlo e implementarlo en cada aspecto de nuestra vida, entender el feminismo como un proceso constante de evaluación y critica de las instituciones, del Derecho, de las relaciones sociales, pero también, de cómo una misma interactúa con otras mujeres y con otros hombres y, fundamentalmente, con una misma.
Ser una buena feminista significa, por tanto, generar procesos de amor y cuidado para una misma, para lo cual se requiere una valorización de las decisiones personales, es decir, desde dónde tomo una acción u omisión, desde mi consciencia o desde una imposición culturo-patriarcal. Segundo, cómo me relaciono con las otras mujeres: ¿legitimo de igual forma lo que dice mi madre que mi padre? ¿Qué estereotipos reproduzco con mis amigas o con mis hijas? En posiciones de poder, ¿me masculinizo y reproduzco roles de género?; pero sobre todo, ¿soy consciente como mujer de los privilegios que tengo frente a otras mujeres?
Esto último es imprescindible si deseamos construir un mundo igualitario. Los privilegios no solo atienden género y, como feministas, estamos obligadas observar cuando una mujer, además de ser mujer, tiene entrecruzados otros ejes de discriminación como la edad, la discapacidad, la condición socioeconómica, la raza y la preferencia sexual. Debemos ser conscientes de la infantilización que hacemos hacia otras mujeres, tal como lo han hecho históricamente los hombres con nosotras.
Son más de 200 años de experiencia feminista que nos permiten, al margen de las preferencias ideológicas de un movimiento u otro, no repetir el modelo patriarcal de desigualdad y exclusión en el que hemos vivido a lo largo de la historia. El feminismo, entonces, debe adoptarse como una filosofía de vida.