Durante diciembre y enero, católicos y agnósticos han sido los protagonistas de una batalla en Madrid. El gobierno que preside Manuela Carmena, de la coalición política de izquierdas “Ahora Madrid”, ha impregnado de laicidad a los madrileños.
El gobierno de “Ahora Madrid” busca gobernar, si no con laicidad, al menos con la aconfesionalidad que constitucionalmente se reconoce en España; sin embargo, el confrontamiento y la resistencia de una buena parte de los españoles a estas medidas, dejan claro que España es católica y bien católica, diga lo que diga su constitución.
El artículo 16 de la máxima ley española señala que
“1) se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley; 2) nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias; y, 3) ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la iglesia Católica y las demás confesiones.”
La RAE define lo aconfesional como lo “que no pertenece ni está adscrito a ninguna confesión religiosa”. Se distingue de la laicidad en que reconoce las creencias religiosas y establece relaciones entre estas y el Estado, aunque no pretende asumir una como la religión estatal (mientras que lo laico no asume religión alguna; dejando a cualquiera excluida del espacio público).
Sin embargo, estas relaciones, al menos en estados mayoritaria y tradicionalmente católicos como España, no resultan igualitarias entre todas las religiones. Como ejemplo, basta ver un calendario laboral: los únicos días declarados oficialmente inhábiles por festividades religiosas son únicamente los relacionados con el catolicismo (por cierto, esto también sucede en nuestro México laico).
La realidad es que la religión católica impera sobre las demás y no solo eso, también se vincula totalmente con el ejercicio público, dejando en letra muerta la proclamación de aconfesionalidad que señala la constitución.
Esto puede justificarse por la cantidad de fieles que tiene las religiones dominantes, como el catolicismo. Por ello, cuando un gobierno con aspiraciones laicistas o aconfesionales pone límites a la creencia religiosa predominante, la mayoría se siente lastimada en sus creencias, tradiciones y costumbres.
Entonces, ¿es legítimo que un gobierno rompa con las tradiciones de un Estado por apegarse al texto constitucional? ¿Es la mejor solución limitar a la religión dominante? ¿No sería mejor ampliar los derechos y espacios de las creencias minoritarias en razón, precisamente, de esa aconfesionalidad?