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Un general zacatecano vence en la Guerra de Reforma

Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas históricas México en llamasMéxico desgarradoMéxico cristero y Tiaztlán, el fin del Imperio Azteca, de Ediciones B.

a.basanez@hotmail.com

Twitter @abasanezloyola

La tranquilidad de la Hacienda de Peñuelas fue rota por la llegada del ejército conservador, comandado por el general Silverio Ramírez, el 14 de junio de 1860. Sus enemigos, los liberales que estaban al mando del periodista y político zacatecano Jesús González Ortega, se encontraban en Aguascalientes y avanzarían en cuestión de horas al encuentro final y suicida contra una fuerza superior y mejor colocada en los alrededores de la legendaria finca. A las cinco y media de la mañana, Jesús González, haciendo caso omiso de los consejos de su jefe Santos Degollado, irrumpió con violencia con su división en los llanos de la opulenta hacienda aguascalentense para enfrentar al general Ramírez.

Las fuerzas de Silverio ya habían derrotado a González Ortega en Zacatecas, por lo cual este enfrentamiento representaba una repetición de lo ocurrido con anterioridad. Los conservadores contaban con artillería de grueso calibre que fue estratégicamente colocada en tierra para recibir al enemigo. Para mala fortuna de Jesús, la única pieza de artillería con la cual contaba fue inutilizada al tercer obús disparado. El mástil que la sostenía sucumbió ante el uso.

El panorama de la batalla, sin artillería para los liberales, hizo que el zacatecano cambiara su estrategia de ataque. Con 600 caballos y menos hombres que Silverio Ramírez, optó por atacar con incursiones a caballo y con infantería por indistintos flancos, y embates por la retaguardia. Silverio sintió la presión de un adversario que avanza lentamente y que, tarde o temprano, lo alcanzará por cualquier punto.

La artillería conservadora causó estragos, pero no fueron suficientes para detener el avance de los liberales. Al frente de ellos, estaba Jesús González Ortega, retando a la muerte y a su suerte, porque bien sabía que si perdía este combate, se perdería todo y terminaría en un juicio marcial por desobediencia a Santos Degollado. Las peñas y barrancos que impedían un avance uniforme a la caballería liberal, se convirtieron en una protección natural ante la metralla enemiga. Una columna de caballería, dirigida por el coronel Castro, se desprendió para caer por detrás de los conservadores, luego de un largo rodeo.

Después de casi tres horas de ardiente lucha, los liberales, como hormigas que rodean a un insecto herido, por fin cayeron sobre las piezas de artillería. Los artilleros fueron aniquilados y la victoria se definió a favor de Jesús González con las bayonetas. Trenes, armas y ambulancias quedaron intactos en manos de los liberales. Batallones enteros fueron aprisionados. El triunfo significó obtener mil prisioneros, setenta de ellos jefes y oficiales conservadores; un tren de carros con parque; banderas y diez piezas de artillería.

Aunque Degollado había salido de Veracruz con el título de jefe de las fuerzas liberales, este triunfo marcó a González Ortega como el máximo estratega militar del momento, siendo reconocido por Benito Juárez semanas más tarde. Dos batallas más, Silao y Calpulalpan, definirían el triunfo total del liberal zacatecano en la Guerra de Reforma.

Al día siguiente del combate en Peñuelas, Jesús llevó a cabo un gesto de generosidad que lo marcaría aún más como el insigne héroe de la Guerra de Reforma. Montado sobre su brioso caballo, el héroe se paseó orgulloso frente a los vencidos.

—Nos va a fusilar a todos— dijo Agustín Estrada, sin apartar la vista del triunfante general. Su uniforme estaba hecho tirones y su cara estaba tiznada como la de un carbonero.

—Eso es un hecho. ¿Para qué nos quiere vivos, si sabe que volveremos a tomar las armas contra él?– repuso el bandido Juan Chávez, como fiero defensor de la hacienda de su padre en esa horrenda batalla.

—Solo Baltasar la libró por andar en Aguascalientes. ¡Maldita nuestra suerte, Juan!

—¿Qué necesidad tenemos de andar peleando si ya tenemos un chingo de plata escondida?

González Ortega comenzó a hablar a los prisioneros:

—Le propuse a su general Miramón que me canjeara al señor Uraga por todos ustedes, ¿y saben qué me respondió?

Los prisioneros se miraron entre sí confundidos. Rostros cansados y ojerosos adivinaban su negra suerte.

—Me dijo que no. Para ese cabrón, Uraga vale más que todos ustedes juntos, que vinieron a derramar su sangre en esta causa justa y honorable. En otras palabras, don Miguel Miramón los dejó a su suerte para que los fusile.

Una boruca de confusión se escuchó entre los condenados.

—¡Ya nos cargó la chingada!— dijo Juan Chávez entre dientes.

—Pero no, señores. Yo los libero. Regresen a sus casas con sus familias. Vayan y vivan de nuevo, y espero no volvérmelos a encontrar nunca. Yo no soy igual que Miramón. Los felicito por su entrega, coraje y valentía. Váyanse y que Dios los encuentre en su camino.

—¡Viva González Ortega! ¡Viva don Jesús!— gritaron los vencidos en honor del vencedor.

—Ese cabrón si es un hombre— dijo Agustín a Juan Chávez con dos lágrimas emergiendo de sus ojos.

—¡Vaya que sí lo es!— contestó Chávez con voz entrecortada.*

*Texto tomado de “Juárez ante la Iglesia y el Imperio”, de Alejandro Basáñez Loyola 

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