“Fueron únicas. Ahora ya no existen, ahora son antros”, sentencia el maestro Alfredo Zermeño, artista visual que ha retratado la historia de Aguascalientes a través de sus pinturas. Para los parroquianos, las cantinas tradicionales eran “como su segunda casa, un espacio de privacidad en el que no podían entrar mujeres ni uniformados”, apunta el dibujante.
“Las cantinas tradicionales como tal perdieron su sabor cuando empezaron a convertirse en ladies bar. Su distintivo era que se trataba de un refugio para varones; con un diseño muy clásico: su barra, sus sillas, el tubo para recargar los pies, el canal donde corría el agua. Desde la mejor montada hasta la más humilde tenían el sabor clásico a cantina», dice Salvador Ángel de la Rosa Pinedo, coautor, junto con la licenciada Bertha María Topete Ceballos, del libro De Copas y Bohemia. Cantinas de Aguascalientes.
Las cantinas en Aguascalientes empezaron a aparecer en la segunda mitad del siglo XIX y su apogeo se sitúa en los inicios del siglo pasado. En aquellos años, en el centro histórico de la ciudad se asentó una gran cantidad de estos establecimientos. Por ejemplo, en la calle 5 de mayo se localizaban algunas de las más icónicas: el Lobby Bar, El Imperial, Montoro, Cabo Cuarto, entre otras.
De la Rosa Pinedo, asiduo invitado al programa radiofónico «El viejo Aguascalientes», a cargo del Dr. Eduardo Cansino, recuerda la siguiente anécdota: un hombre se puso en contacto con ellos y les preguntó la razón por la que la calle 5 de mayo era conocida como “La Ruta de la Muerte”. Pinedo reconoce que fue la única vez que escuchó tal cosa, pero asociando el número de cantinas que se encontraban en esa calle, concluyó que la explicación podría ser la siguiente: “Bastaba con que alguna persona se metiera a todas las cantinas a tomarse una sola copa, y muy probablemente no llegaba al Mercado Terán».
Para De la Rosa Pinedo, había varios elementos característicos de estos sitios. Por ejemplo, la concurrencia de personajes importantes de aquel Aguascalientes provinciano. Otro, la diversidad de grupos musicales que se daban cita en ellas. Uno más, y por lo que algunas cantinas lograban diferenciarse de otras, era la botana que ofrecían a sus parroquianos.
Pero otro componente definitorio era su olor a amoniaco. «No había cantina, por más pura que fuera, que no oliera a orines, por más naftalina y desodorante que le echaran», cuenta don Salvador.
De aquellos lugares de esparcimiento, en los cuales se podía ver a abogados, maestros, intelectuales y obreros reunidos en un mismo espacio, departiendo junto al cantinero sobre diversos temas y jugando a las cartas o dominó, ya no queda prácticamente nada, afirma Zermeño.
«En las cantinas no había clases sociales, eran totalmente democráticas. Un gran hombre de la radio, Humberto G. Tamayo, solía decir: ‘Sé como trigo limpio, activo como codo de violinista y democrático como toalla de cantina’. Lo mismo acudía el poeta, el escritor, el músico, el dramaturgo o el político”, refiere De la Rosa Pinedo.
Esa particularidad las hacía algo hermoso, continúa. Existieron algunas que eran identificables porque ahí concurría, por ejemplo, la mayor parte de los abogados que trabajan en los juzgados cuando estaban en Palacio de Gobierno. “Incluso llegaron a apodarle el Museo de Cera, porque siempre eran los mismos y había mucha gente vieja», comenta entre risas don Salvador.
¿Qué se pierde alguien que no vivió nunca la experiencia de acudir a una cantina de las de antaño? De la Rosa Pinedo responde: «Es una opinión personal, pero se deja de saborear el romanticismo de un México que ya no existe. Al calor de tres o cuatro copas, o sin copas, surgían las ganas de llevarle serenata a la mujer: a la novia, a la esposa, a la madre, a la amiga. Un romanticismo que ya no se manifiesta como en aquella época. No digo que en la actualidad ya no haya un romanticismo, lo hay en su estilo; pero la gente que no lo vivió en aquel tiempo difícilmente tendrá idea de cómo era”.