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Santo Toribio, patrono de “los mojados”

Por Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas históricas: México en llamasMéxico desgarradoMéxico cristero; Tiaztlán, el fin del Imperio Azteca; Santa Anna y el México perdido; Ayatli, la rebelión chichimeca, y Juárez ante la Iglesia y el Imperio. Facebook @alejandrobasanezloyola

Toribio Romo González nació el 16 de abril de 1900 en Santa Ana de Guadalupe, perteneciente al municipio de Jalostotitlán, en la zona de los Altos de Jalisco. A los 11 años de edad, impulsado por sus padres,  ingresó al seminario de San Juan de los Lagos.

María o “Quica”,  la hermana mayor de Toribio, fungió como una segunda madre, protectora del futuro santo de los inmigrantes, siempre atenta a que recibiera la mejor educación para forjarle un mejor futuro.

A los 21 años de edad solicitó dispensa de edad a la Santa Sede antes de proceder a la recepción de la orden presbiteral en el Seminario de Guadalajara. El señor arzobispo Francisco Orozco y Jiménez le confirió el diaconado el 22 de septiembre de 1922, y el 23 de diciembre del mismo año administró la ordenación sacerdotal.

Toribio dio su primera misa de un modo solemne en Santa Ana, Jalisco, el 5 de enero de 1923, en un templo dedicado a la Virgen de Guadalupe, y cuya construcción inició él mismo siendo todavía seminarista, y donde sin saberlo, en un futuro descansarían sus restos mortales. Sus cuatro años como sacerdote los pasó en Sayula, Tuxpan, Yahualica y Cuquío, donde sufriría terriblemente los años de persecución cristera por la Ley Calles, que restringía el culto únicamente en templos autorizados por el gobierno.

Tiempo después Toribio fue enviado a Cuquío, otra población olvidada de Jalisco, en donde conoció al  futuro mártir Justino Orona. Estos ejemplares sacerdotes vivieron lo más terrible de la persecución contra la Iglesia y sus ministros, vivieron meses inciertos, todo el tiempo a salto de mata y esperando de un momento a otro la muerte de mano de los enemigos de la Iglesia. Aun así, el padre Toribio siempre estaba alegre y optimista, procurando luchar por su Iglesia y sus feligreses.

En septiembre de 1927, en plena  guerra cristera, el señor arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez, le dio la orden de encargarse de la parroquia de Tequila, que era entonces uno de los lugares donde el ejército odiaba más a los sacerdotes. El anterior sacerdote se negó a regresar a esa población por temor a ser asesinado. El padre Toribio, obedeciendo dócilmente a su prelado y retando al destino, se dispuso a marchar hacia allá, después de recibir la bendición para enfrentar su futuro martirio.

El padre Toribio llevó su ministerio en Tequila de un modo heroico, puesto que sabía que lo buscaban los federales y en cualquier momento lo podían asesinar sin contemplación alguna, y sin embargo retaba a su destino caminando en lugares públicos y asistiendo a los enfermos que lo llamaban. El padre Toribio Romo se dio a conocer como un sacerdote abnegado y apostólico; un pastor que amaba a las personas del lugar y trataba de conducirlas hacia Cristo.

Fundó varios refugios clandestinos de catequesis para los niños, visitaba a sus feligreses en apartados ranchos, siempre interesado en su bienestar, y por las noches regresaba a su barranca en Tequila para celebrar la eucaristía de modo oculto en las casas. En todas estas aventuras lo acompañaba y cuidaba con amor de hermana mayor, María, quien sufría con él sus privaciones.

Aquella barranca de Tequila presenció la acción pastoral de santo Toribio Romo, pues ahí bautizó a centenares de niños, casó a muchas parejas y dio pláticas de instrucción religiosa y moral a los habitantes del lugar, quienes en retribución lo protegían y cuidaban cuando merodeaban los federales.

El general Joaquín Amaro, viendo que no podía doblegar la resistencia de los católicos, empleó la técnica de los “campos de concentración” de la población rural con el fin de cortar los suministros a los cristeros. Con estos desplazamientos, convirtió en migrantes a los pobladores de las rancherías de los Altos, que se vieron obligados a abandonar sus pobres aldeas para reconcentrarse en las poblaciones grandes como Guadalajara, León y Aguascalientes, en condiciones de extrema pobreza.

Decenas de camiones del gobierno dejaban atrás los pobres ranchos y  pueblos repletos de gente con sus humildes enseres domésticos, sus animalitos de granja y lo que pudieran llevar consigo a su nueva vida; muchas mujeres con sus niños en brazos no tenían otro remedio que viajar de pie hasta doce o catorce horas en los vehículos. Se calcula que el éxodo hacia el interior del país fue de  más de 200 mil personas, mientras que otras 400 mil cruzaron las fronteras norteamericanas.

Nadie como el padre Romo sabía lo que sufrían estos pobres migrantes. Todo el tiempo amenazados y torturados por el ejército y los agraristas. Quizá por ello, desde el cielo se ha convertido en el especial protector de los migrantes que sufren la pobreza y el alejamiento forzoso de sus hogares.

En diciembre de 1927 se ordenó sacerdote Román, el hermano menor de Toribio, y se fue a Tequila a ayudarlo en su misión, ambos vivían escondidos en una barranca cerca del rancho de Agua Caliente, perteneciente al señor León Aguirre.

El Miércoles de Ceniza, el 22 de febrero de 1928, el padre Toribio pidió a su hermano Román que lo confesara y le diera una larga bendición; antes de irse le entregó una carta con el encargo de no abrirla hasta su muerte.

Al día siguiente una tropa compuesta por soldados federales y agraristas, avisados por un traidor, sitió el lugar, brincaron las bardas y tomaron las habitaciones del señor León Aguirre. El delator al ver al padre Toribio les gritó: «¡Éste es el cura, mátenlo!».

La tropa entró en su habitación y en ella disparó al padre Toribio. Estando muerto, amarraron con ropas el cadáver espalda con espalda a su hermana, mientras armaban una improvisada camilla para llevarse el cadáver.

Los verdugos lo despojaron de sus vestiduras y saquearon la casa para después llevarse a Quica, caminando jalada con una reata hasta el poblado de La Quemada, caminaron pasando frente a la presidencia municipal con el cadáver del mártir Toribio sobre la camilla improvisada con palos que transportaban unos vecinos, los soldados silbaban y cantaban obscenidades al tiempo que los demás rezaban.

María, liberada de milagro, viajó hasta casa de sus padres en Guadalajara. La familia consiguió permiso de velar al padre Toribio en su casa y al día siguiente, domingo 26 de febrero, entre una multitud, lo sepultaron en el panteón municipal.

El padre Toribio, conocido como el santo de los inmigrantes, murió como mártir de la fe católica. Veinte años después de su martirio, sus restos regresaron a su lugar de origen, la capilla construida por él mismo, en Jalostotitlán. El 22 de noviembre de 1992 fue beatificado y el 21 de mayo de 2000 fue canonizado por el papa Juan Pablo II, junto con 24 compañeros.

Hay cientos de testigos que juran haber sido ayudados por el santo en el ardiente desierto en la frontera con los Estados Unidos. La verdad sobre esto es un asunto de fe y religión.

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