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San Julián derrama la primera sangre cristera

Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas históricas México en llamas; México desgarrado; México cristero; Tiaztlán, el fin del Imperio Azteca; y Santa Anna y el México perdido, de Ediciones B

a.basanez@hotmail.com

Twitter: @abasanezloyola

El 15 de marzo de 1927, a las dos semanas del elocuente levantamiento cristero en San Julián, irrumpió en aquella villa jalisciense el 78° regimiento de caballería del gobierno callista, comandado por el general Espiridión Rodríguez Escobar. El general cristero y también párroco, José Reyes Vega, organizó por medio de Victoriano Ramírez, El Catorce, la defensa del pueblo. Como pudieron, los cristeros se atrincheraron en el centro del poblado y pidieron ayuda desesperada a su compañero Miguel Hernández, quien estaba en San Diego de Alejandría, una localidad cercana a San Julián.

La resistencia cristera fue heroica. Duraron horas aguantando la metralla de los federales. Espiridión Rodríguez sabía que era cuestión de tiempo para que los rebeldes se rindieran. Los disparos empezaron a esparcirse por falta de parque. El Catorce –apodo que Victoriano Ramírez se había ganado por haber liquidado él solo a catorce enemigos que alguna vez lo emboscaron para matarlo– sabía que el final estaba cerca.

La refriega continuó. Una hora más tarde, los federales avanzaron más, tomando a dos prisioneros que amarraron a un árbol ubicado a un costado de la iglesia. Ahí, comenzaron a torturarlos para ver si lograban la rendición cristera. Al final, les quitaron la vida sin conseguir su objetivo.

Después de una agónica espera, durante la cual casi caen los defensores de San Julián, se escucharon dos detonaciones seguidas, las cuales acabaron con la vida del verdugo que había cegado a los mártires cristeros. Por un costado de la plaza, Miguel Hernández irrumpió en la batalla; había llegado en el momento adecuado para dar apoyo a sus compañeros.

El general Espiridión Rodríguez y sus tropas quedaron atrapados entre dos fuegos. En un par de horas, se definió su suerte. El primer triunfo cristero sobre el gobierno de Plutarco Elías Calles fue contundente y llenó de orgullo a la causa católica. La venganza de los hombres de El Catorce fue algo inevitable. Todos los federales fueron salvajemente ejecutados. El general Espiridión Rodríguez logró escapar disfrazado de verdulera. La derrota federal fue un escándalo entre el ejército callista.

Ante esto, Calles, considerando por primera vez la causa cristera como algo preocupante, mandó al general Joaquín Amaro a dar un escarmiento a los rebeldes. Dos semanas después, los hombres de Amaro arribaron a San Julián para llevar a cabo ese inolvidable castigo por medio del famoso cura de la región.

El padre Julio Álvarez Mendoza nació en Guadalajara, el 20 de diciembre de 1866. Desde niño, mostró amor al estudio y a Dios. En 1880, con el apoyo de los patrones de sus padres, pudo ingresar a un colegio de nivel y luego, al Seminario de Guadalajara. Los informes del seminario sobre Álvarez Mendoza hablan de un joven dotado de gran inteligencia, constante en sus estudios y piadoso con la gente. Fue ordenado diácono en 1890 y recibió el presbiterado el 2 de diciembre de 1894. A la semana, fue nombrado capellán de Mechoacanejo, de la parroquia de Teocaltiche. En dicho cargo, permaneció hasta 1921, año en el que la capellanía fue elevada a Parroquia del Divino Salvador, siendo él su primer párroco. Tiempo después, dicha parroquia pasó al Obispado de Aguascalientes.

El sacerdote fue aprehendido por los federales en Villa Hidalgo, el 26 de marzo de 1927, cuando se dirigía a oficiar misa en el rancho El Salitre. Lo acompañaban dos jóvenes: Gregorio Martínez y Gil Tejeda. Los tres fueron llevados en una camioneta y exhibidos en Villa Hidalgo, Aguascalientes y León.

En León, como escarmiento a los cristeros de San Julián, el general Joaquín Amaro decidió dirigirse a dicho pueblo para matar a los prisioneros en un morboso show. Antes de llegar al poblado, hizo caminar al padre jalado por una cuerda que estaba atada a la silla de un caballo. Los tres presos fueron conducidos a empellones, privados de alimento y agua. Al sacerdote, en especial, los soldados lo insultaban y escupían. Además, no le permitían descansar: o estaba de pie o de rodillas, pero nunca sentado.

De esta forma, llegaron al improvisado patíbulo cuando se acercaba el alba. El padre, con rostro de dolor y voz entrecortada, preguntó al capitán Grajeda, que comandaba a la guardia, lo siguiente: «¿Siempre me van a matar?», recibiendo como respuesta: «Esa es la orden que tengo».

«Bien –repuso Álvarez–, ya sabía que tenían que matarme porque soy sacerdote; cumpla usted la orden, solo le suplico que me conceda hablar tres palabras». El capitán aceptó y el padre dijo: «Voy a morir inocente, porque no he hecho ningún mal. Mi delito es ser ministro de Dios. Yo los perdono a ustedes. Solo les ruego que no maten a los muchachos, porque son inocentes, nada deben».

El presbítero cruzó los brazos mirando al cielo. Los soldados recibieron la orden de fusilamiento. Como si fuera el cadáver de un perro, el cuerpo del cura fue arrastrado con un mecate y aventado a un muladar.

Así, San Julián pagaba su osadía de ser el primer pueblo cristero en conseguir una victoria. En cuanto sus habitantes se enteraron de lo sucedido, acudieron con piedad y amor a la velación del occiso en la casa del sacristán José Carpió. La gente recogió el cadáver sin importarle las represalias a las que se exponían. «Lo revistieron con un vestido blanco de sacerdote… La gente mojaba algodones en la sangre del Señor Cura como reliquia», cuentan los testigos del proceso.

Julio Álvarez Mendoza fue beatificado en Roma el 22 de noviembre de 1992 y canonizado el 21 de mayo durante el Jubileo del año 2000, por S.S. Juan Pablo II.

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