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¿Puede la religión mejorar nuestra salud?

Seguramente, la mayoría ha leído (o escuchado) acerca de la relación entre salud, nutrición y alimentación; sin embargo, cuántos se han preguntado si la religión tiene algo que ver con todo esto. Veamos.

El crecimiento acelerado en los niveles de urbanización, educación, información, secularización, investigación genética y uso de la tecnología ha intensificado en los países occidentales la discusión sobre la importancia que tiene la práctica religiosa en el llamado capital social, del cual es parte la salud pública.

Si bien es cierto que en esta parte del mundo los índices de escolarización están en ascenso (con los consecuentes progresos en la comprensión científica de los misterios del hombre y el universo) y que, conforme avanzan los procesos de institucionalización y democratización, igual pasa con la normalización del laicismo; también es verdad que millones de personas parecen estar mucho más urgidas de un tipo de explicación metafísica proveedora –desde la perspectiva de la fe, el dogma o las creencias– de un conjunto de respuestas para aquellas cuestiones en las cuales, a su juicio, la razón o la ciencia son insuficientes.

«Lo paradójico de una situación así es que mientras mayor es la legítima necesidad de creer en algo o alguien, la interrogante fundamental es cómo dotar de sentido al credo, cómo hacerlo saludable para la vida cotidiana»

Es muy probable que este fenómeno, íntimamente asociado a las limitaciones de las iglesias tradicionales para insertarse en la era actual, haya incentivado la proliferación de pseudoreligiones, técnicas de sanación a la medida, terapias improvisadas cercanas a la demencia, creencias extravagantes y denominaciones muy excéntricas, las cuales pretenden cubrir una mayor demanda de la gente que, simple y sencillamente, no encuentra una salida más o menos clara a las confusiones e incertidumbres psicológicas, emocionales o espirituales propias de la compleja existencia humana.

Efectos saludables

Lo paradójico de una situación así es que mientras mayor es la legítima necesidad de creer en algo o alguien, la interrogante fundamental –y la más básica– es cómo dotar de sentido al credo, cómo hacerlo saludable para la vida cotidiana. En resumen, la religión importa, independientemente de la forma individual de ejercerla.

La mayoría de los estudios reconocen que, como hecho cultural, el sentido de congregación de la práctica religiosa puede tener en general funciones saludables en el comportamiento colectivo. Por esta razón, es cada vez más frecuente que en los tratamientos hospitalarios se brinde un servicio conocido como clínicas del dolor para enfermos y familiares, las cuales se apoyan en la presunta relación entre fe y enfermedad.

“Hoy, más de la mitad de las facultades de medicina en E.U. ofrecen cursos de este tipo –hace una década solo lo hacían tres– principalmente porque los pacientes están exigiendo más cuidado espiritual. De acuerdo con una encuesta de Newsweek, el 72 por ciento de los estadounidenses dice que agradecería una conversación acerca de la fe con sus médicos; el mismo número dice creer que la oración puede curar a alguien aun cuando la ciencia asegure que no tiene posibilidades” (El tiempo, 2003).

Es obvio que la religión no encontrará la cura del sida o del cáncer, no permite construir carreteras o sanear las finanzas familiares, todo eso depende de la ciencia, las políticas públicas y la administración personal. No obstante, también es verdad que estas disciplinas no brindan –ni es su objetivo– el ingrediente espiritual indispensable en toda vida coherente; eso pertenece, en alguna medida, a la fe.

Salud y religión, pues, son cosas distintas; pero parece más o menos claro que pueden alimentarse entre sí.

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Fuente de consulta
“La oración puede curar” (06 de diciembre de 2003). El tiempo. Disponible aquí
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