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Remember The Alamo

Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas históricas México en llamas; México desgarrado; México cristero; Tiaztlán, el fin del imperio azteca; Santa Anna y el México perdido; Ayatli, la rebelión chichimeca; Juárez ante la Iglesia y el Imperio

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El de 6 de marzo de 1836, a las tres de la madrugada, don Antonio López de Santa Anna congregó a sus mil cuatrocientos infantes, divididos en cuatro columnas para iniciar el asalto final al Álamo.

Como una macabra broma del destino, la batalla juntaba a los hermanos Teodoro y Genaro Escobar, como mortales enemigos. Teodoro era firme seguidor de los texanos, y Genaro, hombre de confianza de Santa Anna. Las cuatro columnas serían dirigidas por los coroneles Francisco Duque, José María Romero, Juan Morales y, difícil de creer, una vez más, por el inepto cuñado de Santa Anna, el general Martín Perfecto de Cos.

El Álamo era una misión franciscana establecida en 1744. Su iglesia se ubicaba en el costado este de un enorme rectángulo amurallado con gruesas paredes de adobe. Su entrada principal se encontraba en el sur del cuadrángulo. San Antonio Béjar se encontraba a seiscientos metros hacia el oeste. El grueso del ejército de Santa Anna se ubicaba frente a la parte norte del rectángulo. Los hombres del coronel Travis habían construido tres improvisadas rampas con tierra, piedras y madera para colocar sus cañones. Una rampa estaba en la cara norte, la otra en el centro del muro oeste y la tercera en el vértice sur izquierdo. Junto a la iglesia del Álamo se había levantado una empalizada de troncos y tierra sobre la que había certeros fusileros esperando la llegada de los mexicanos.

Santa Anna, montando sobre su brioso Fauno, vestido elegantemente de negro con unas botas que inexplicablemente se mantenían siempre brillantes, como si Su Alteza jamás pisara el suelo, ordenó que sus cuatro potentes cañones iniciaran el fuego castigador sobre el fuerte. Durante una hora los obuses causaron estragos y muerte entre los sitiados. Los obuses destrozaban los muros haciéndolos más chaparros para facilitar la trepada que vendría posteriormente. Los cañones de los rebeldes también causaban daños y muerte entre los mexicanos.

Santa Anna dio la orden de invadir el fuerte. Por los tres flancos del muro llegaron mexicanos con escalas, picas y tablones, que a pesar de ser rechazados con lluvias de plomo, eran reemplazados por nuevos dragones, hasta que los rebeldes fueron enfrentados mano a mano. Genaro Escobar, ante el asombro del general Tolsá, balaceó al artillero del muro, para luego tomar uno de sus cañones y dirigirlo letalmente hacia el interior, destrozando la enfermería, convento y paredes de la capilla.

—Ese muchacho sí tiene “güevos”, cuñado. Si lo hubiera puesto a él, en vez de a ti, jamás esos hijos de la chingada hubieran tomado Béjar —dijo Santa Anna a De Cos en tono burlón.

Martín Perfecto de Cos, indignado por el insulto de su incómodo cuñado, sólo miró el avance incontenible de la infantería mexicana hacia la capilla.

El coronel Travis, sin posibilidad de moverse más debido a una herida mal atendida desde días atrás, disparaba valientemente desde una ventana de la capilla.

—Davy, te dejo el mando. Organiza la última defensa para tratar de salvarnos.

Crockett miró con tristeza y resignación a Travis para contestarle:

—Es inútil, cada uno sabe ya lo que debe hacer.

La toma de la capilla significaba la derrota total de los texanos. Preocupado por el derribe de la puerta con un siguiente cañonazo, Travis ordenó a Teodoro Escobar:

—Teodoro, tú eres mexicano y hablas español. Necesito que saques de aquí a la señora Susana Dickinson. Su marido Almeron Dickinson está a cargo del cañón y lo estará hasta que lo derriben. Huye por la puerta sur con la señora y su hija Angelina. La nena tiene tan sólo 15 meses. Mi esclavo Joe te ayudará a salir con bandera blanca. Eres la única esperanza de que se salven. Todos los de aquí adentro moriremos en batalla o fusilados. La señora y la nena no tienen por qué morir.

En dos minutos la señora, el esclavo y la niña estuvieron listos. Un abrazo conmovedor de despedida del padre de la niña, hizo tragar saliva a Teodoro.

Un potente estallido hizo añicos la puerta de la capilla. Los colonos Almeron Dickinson, James Bonham y Gregorio Esparza dispararon sus fusiles hacia la puerta matando a uno de los mexicanos. Antes de que recargaran de nuevo, fueron atravesados varias veces por las bayonetas de los furiosos mexicanos. El soldado Robert Evans tenía instrucciones de volar el depósito de pólvora, si veía que todo estaba perdido. Evans, herido de muerte, se arrastró lastimosamente hacia el depósito con un trapo en llamas. Cuando estaba a punto de ponerlo sobre la pólvora, una patada en la mano lo evitó.

—Querías volarnos a todos y ganar perdiendo, ¿no, cabrón? Pues ya no pudiste, texano de mierda —un balazo en la cabeza acabó la vida del valiente Evans.

Al mismo tiempo, por la puerta sur de la capilla, Teodoro y sus protegidos lograban abandonar exitosamente el Álamo. Cuando huían por el campo fueron alcanzados por un soldado mexicano.

—¿Adónde creen que van hijos de la chingada?

Cuando el soldado vio el uniforme de dragón sobre Teodoro se quedó sorprendido. Teodoro había conseguido ese uniforme de un difunto caído junto a la puerta sur. Confiando más en esto, que en la bandera blanca que le había sugerido Travis, Teodoro dijo firmemente al mexicano en perfecto español:

—El general Tolsá me encomendó que los sacara de aquí. Ellos no tienen por qué morir. No son soldados.

—Sí, se ve. Llévalos hacia Béjar. Allá estarán a salvo. ¿Cómo ves la toma de la capilla?

—A todos los texanos ya se los cargó la chingada, compañero. Hemos ganado. Te veo al rato en el festejo.

—¡Adelante hermano!

Dentro de la capilla, la situación era desesperada. Jim Bowie, afectado por la neumonía, miraba desde una ventana el avance irreprimible de la oleada mexicana. Al ver llegar a los soldados disparó su rifle por última vez sin acertar el tiro. Cuando intentaba cargarlo de nuevo una filosa bayoneta le atravesó el pecho repetidas veces.

—A este puto fanfarrón ya le traía ganas desde que llegamos —gritó el soldado mexicano—. Se la pasó todo el tiempo insultando desde las ventanas que nos iba a dar en la madre.

—Acabas de matar al creador del cuchillo Bowie, Manuel. Ya tienes algo que contarle a tus nietos —repuso su compañero asombrado.

Manuel, orgulloso de su triunfo, se agachó para despojar de su cuchillo al creador mismo de la famosa navaja.

—Esto sí se lo voy a presumir a mi vieja.

Todo estaba perdido para los texanos. El coronel Travis, jefe de los grays, sin balas en su carabina, intentó romperle la cabeza a un dragón mexicano con su fusil. Una certera descarga hizo pedazos su corazón, cayendo sin vida a los pies de su enemigo. El teniente John Curtis, suegro de Teodoro Escobar, al quedarse sin parque, es ensartado por la espalda como brocheta, por un iracundo dragón mexicano.

David Crockett correría la misma suerte. Su cadáver sería reconocido por la ensangrentada gorra de castor y su vestimenta de indio. Crockett era uno de los hombres más viejos en la defensa del Álamo. El balance final de la lucha arrojó 350 mexicanos muertos contra 183 norteamericanos, en sí, todos los texanos que estaban en el Álamo. Un balance desigual, que a pesar de todo enorgullecía a Santa Anna como el vencedor de Béjar.

Con los cadáveres se hace una enorme pira que arroja su fétido olor por todo San Antonio.

—Espero que el olor llegue hasta Sam Houston. Iremos tras él y después de acabar con todos ellos, como hicimos con estos infelices del Álamo, proseguiremos, ¿por qué no, hasta Washington? —dijo Santa Anna gritando como un poseído.

Sus generales lo miraban con respeto y admiración. Pertenecer al ejército del César mexicano era un motivo de orgullo y admiración.

Santa Anna ordenó a sus hombres que todo el día lo dedicaran al saqueo y a la fiesta. Se lo merecían y había que celebrarlo.

—¡Genaro!

—Sí, mi general.

—Consígueme a una texana de buenas ancas que ando como burro en primavera.

—Sí, mi general.

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