Icono del sitio Líder Empresarial

¿Qué significa en realidad formar capital humano?

Desde que en los años setenta del siglo pasado se inició la masificación de la educación superior (ES) en México, el análisis se ha concentrado básicamente en la cobertura alcanzada, pero poco en su calidad y nada en medir el impacto que verdaderamente han tenido las instituciones formadoras de capital humano –universidades y tecnológicos (IES)- en el crecimiento y el desarrollo del país. Por lo tanto, la cuestión clave ahora ya no es sólo el tema del acceso sino, en realidad, para qué ha servido la ES en términos de crecimiento, empleo, ingreso e innovación. Veamos.

El primer problema es que si bien hoy tenemos más de 4 mil 700 IES en todo el país (en 1960 eran unas 52) y cerca de 55 veces más estudiantes en ellas, en las últimas cuatro décadas el crecimiento económico del país ha sido apenas superior al 2% anual. Desde luego que el crecimiento es consecuencia de varios factores, pero podría concluirse, de manera preliminar, que el desempeño de universidades y tecnológicos tuvo una muy escasa relevancia. De hecho, en el caso de Aguascalientes, la llegada de nuevas IES en los años noventa no hizo gran diferencia en el crecimiento que venía siendo en torno a 5% anual, ritmo que se ha mantenido hasta 2018.

Algo parecido ocurre con la productividad. Según la OCDE, el incremento del capital humano mediante la educación eleva la productividad laboral, y, a su vez, el aumento de ésta ha contribuido con al menos la mitad del crecimiento del PIB per cápita en la mayoría de los países de la OCDE. Pues bien, en el caso de México, esa productividad se ha estancado. Por ejemplo, en un estudio en cuatro países, el PIB por habitante era más o menos similar en 1921. En las siguientes siete u ocho décadas, Brasil y México tuvieron tasas anuales parecidas de crecimiento de la productividad laboral (2.4%) y malos resultados en educación. Los otros dos, Japón y Finlandia, tuvieron en cambio tasas de 5.6% y 4% anuales, respectivamente, y buenos resultados educativos. La misma consideración es válida: la contribución de las IES a elevar la productividad del país fue casi nula.

La tercera cuestión es si la educación superior sigue siendo pasaporte para el empleo. Quizá no. De los 500 mil egresados anuales de las IES, sólo 80% se emplea, pero de acuerdo con la última encuesta trimestral del INEGI 30% de los desempleados son personas que tienen educación superior, mientras que en 2001 esa proporción era de 16%. Es decir, como criterio general, la sola obtención de un título universitario ya no garantiza un empleo.

La siguiente mala noticia es que, según la Encuesta Nacional de Egresados 2018, la proporción de recién graduados que considera que les fue “difícil o muy difícil” emplearse ascendió de 26.1% en 2005 a 48.9% en 2017; peor todavía: el salario promedio que ganan en su primer trabajo es de 6,404 pesos (con diferencias significativas al considerar otras variables) y sólo 8% gana más de 15 mil pesos si tiene empleo de tiempo completo. Eso quiere decir que, con el salario promedio, un estudiante de una universidad o tecnológico privado de los caros tardaría en amortizar el costo de su carrera, aproximadamente de un millón de pesos, 13 años, una relación costo/beneficio muy desbalanceada.

En quinto lugar, hay una dramática brecha de habilidades entre lo que los estudiantes adquieren en sus carreras y lo que el mercado laboral demanda. Cuatro de cada cinco empleadores declara tener problemas para cubrir vacantes y su percepción de la calidad de los egresados, en una escala de 0 a 7, es de 3.9, mientras que el promedio de la zona OCDE es de 4.5. Ello explica, en parte, porqué muchas corporaciones están creando sus propias universidades enfocadas hacia las especialidades que más les interesan y en los niveles técnicos, que son los que ahora tienen más futuro. En Aguascalientes, Nissan abrió en 2016 su universidad para ofrecer tres programas de estudios a nivel de Técnico Superior Universitario en mantenimiento, sistemas de producción y gestión de calidad de los que en sólo dos años han egresado ya poco más de 150 estudiantes, casi la misma cantidad de los alumnos de nuevo ingreso en 2018, por ejemplo, del campus local del ITESM, que tiene ya veinte años de operar.

Finalmente, el hecho de que México tenga una capacidad de innovación muy limitada (0.7 investigadores por cada mil trabajadores en I+D vs. 7.7 en el promedio de la OCDE) se explica fundamentalmente porque nuestras universidades y tecnológicos no son competitivos a nivel internacional. En el más reciente ranking de Times Higher Education, que comprende 1,392 universidades de 92 países, ninguna mexicana aparece entre las primeras 600, mientras que Asia ya tiene 12 colocadas entre las primeras 100 mejores del mundo; de las 17 mexicanas incluidas, las supuestamente tres “mejores” –UAM, UNAM e ITESM- están en el intervalo de las posiciones 601 al 800, y las otras 14 por debajo del sitial 1,001. En suma, no pintan.

La moraleja: si se trata de formar capital humano del más alto nivel, que compita a nivel global y agregue verdadero valor para el crecimiento de la economía mexicana, las universidades y tecnológicos mexicanas se han quedado muy atrás y las exigencias del siglo XXI terminarán devorándolas. 

Salir de la versión móvil