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¿Qué nos espera? Lo bueno, lo malo y lo feo

A diferencia de las crisis más recientes en los últimos 26 años (1994-95 y 2008-09), la derivada del COVID-19 ha provocado tal exceso de información y pronósticos que es muy complicado determinar con razonable exactitud su verdadero impacto económico, entre otras cosas, porque ello dependerá de una variable difícil de calcular en los modelos, que consiste en la evolución de los contagios entre la población.

Sin embargo, aún con esa salvedad, para el caso mexicano ninguno de los escenarios económicos conocidos para el resto del 2020 presenta un panorama optimista sino lo contrario: qué tan grave será la crisis económica.

Empecemos por lo bueno

El desempeño del Banco de México es, desde el punto de vista institucional, el único anclaje disponible hasta ahora en la medida en que no parece haber en el gobierno federal intención alguna de ejecutar políticas contracíclicas en favor del crecimiento, la inversión privada o la recuperación del empleo.

En esa dirección, ayuda que el marco macroeconómico continúa siendo estable, la inflación baja, pocas tentaciones, todavía, de maniobras para relajar irresponsablemente la política monetaria, y que el banco central esté haciendo lo razonable para proveer de liquidez al sistema financiero nacional y propiciar un mayor otorgamiento de crédito a las micro, pequeñas y medianas empresas.

Por su parte, los recortes en la tasa de referencia van en línea con los movimientos de otros bancos centrales en el mundo y las reservas internacionales están en 191 mil millones de dólares, un nivel históricamente inédito.

Continuando con lo positivo, el incremento en la llegada de remesas sigue siendo inexplicablemente alto (18% en mayo respecto de abril), quizá en parte por cierta recuperación de empleo en Estados Unidos y por los subsidios que están dispersando, lo cual ha compensado parcialmente la salida de capitales invertidos en México hacia refugios seguros en otros mercados.

Y en la misma línea van la tasa de desempleo de nuestro principal socio comercial, que se redujo del 14.7% en abril a 11.1% en junio (y se estima que será de 8.6% a finales de año), o el repunte en las ventas minoristas, por segundo mes consecutivo, que crecieron en junio 7.5% para llegar a un monto de 542 mil millones de dólares (mdd) contra 488 mil mdd en mayo.

La parte mala es que esos mismos indicadores presentan datos inversos en el caso de México. Todas las estimaciones de las encuestas de Banxico o Citibanamex o los pronósticos de CEPAL y FMI anticipan una caída del Producto Interno Bruto (PIB) en 2020 de entre 8 y 12%, la más grave prácticamente en toda la historia.

Sólo hasta mayo pasado se habían perdido ya más de 1 millón de empleos; esta cifra podría ascender hasta en medio millón más en diciembre, a los que deben añadirse quizá unas 10 millones más de personas que están en el sector informal y que dejarán de percibir ingresos. Peor, imposible.

Y lo feo… se ve cada vez más feo. No obstante que la recaudación fiscal ha tenido un mejor desempeño que en 2019 debido a que más contribuyentes declararon, a que algunos de los grandes se pusieron al día, y que tal vez hay más eficiencia en la autoridad tributaria, la adicción del gobierno federal al dinero fresco es insaciable.

Según el Bank of America (julio 15, 2020) el gasto público se ha elevado hasta mayo en 4.6% anual en términos reales, muy por encima del 0.7% esperado por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) en 2020, a pesar de la retórica oficial de la austeridad; es decir, lo que el gobierno de Morena ha hecho es despedir gente, recortar salarios, gastos operativos, subsidios a la ciencia, la educación o la salud -de hecho ya se están presentando retrasos en el pago de las quincenas de funcionarios públicos a todos los niveles- para compensar, con el dinero que le quitan a unos sectores, las transferencias de liquidez para Pemex, que está casi en quiebra técnica, o para financiar los megaproyectos en los que está encaprichado el Ejecutivo, o para drenar los subsidios a las clientelas político-electorales disfrazados de “programas sociales”.

Como no habrá dinero que alcance, varios analistas predicen que la deuda pública de México se elevará a 60% del PIB, quince puntos más que en 2018 y 2019, cuyo costo, por cierto, puede ser letal si el soberano pierde su grado de inversión en algún momento de los próximos dos años. Este puede ser un escenario, por el efecto multiplicador que tenga, todavía peor a lo que estamos observando ahora.

Sin embargo, el saldo de la parte mala no termina allí. En el resto del año se verán dos problemas adicionales. Uno es que la salida de capitales, ya sea de portafolio o de inversión directa, será mayor básicamente por la incertidumbre política, el quebrantamiento del Estado de derecho, la falta de confianza y la inseguridad; pero además, tras las cancelaciones de proyectos como el NAICM, plantas industriales privadas o contratos asociados con empresas públicas, difícilmente habrá nueva inversión significativa.

Y el otro es que, dada la magnitud de la crisis económica y la debilidad con la que llega al proceso electoral de 2021, el gobierno tratará de extraer dinero fresco de donde lo haya (sistemas de pensiones, expropiaciones, extinciones de dominio, venta de los activos que pueda, menos recursos a los estados y municipios de oposición e, incluso, si se ve muy angustiado, “dinero negro”) para inyectarlo al circuito de las campañas que vienen. 

Puestos todos los elementos sobre la mesa, no se ve uno solo que permita alentar, así sea mínimamente, la expectativa de un cambio de rumbo que detenga la sangría, excepto que, en el plano político, las elecciones de 2021 cambien sustancialmente la correlación de fuerzas políticas y México inicie un proceso de recuperación que de todas formas será lento, largo y doloroso. 

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