Luis Cárdenas, en su columna del El Universal, narró la historia de una “víctima hipotética del gobierno electo” , a propósito de las medidas que López Obrador llevará a cabo en su política de austeridad gubernamental. En esta historia se describe a “Pancho”, un joven padre de familia (45 años), quien tiene estudios de doctorado, trabaja como alto funcionario, tiene estudiando a sus hijos en escuela privada y, según el autor, tiene un “modesto” departamento de tres millones de pesos en la Ciudad de México. Para Cárdenas, Pancho que gana más de 80 mil pesos mensuales representa la clase media y éste, con la nueva política de austeridad, se convertirá en una víctima del gobierno.
La lectura, que fue compartida por muchos de mis contactos en redes sociales, me hizo preguntarme, ¿representa Pancho a la clase media mexicana?, ¿son 80 mil pesos mensuales los que gana la clase media en México?, No, por supuesto que no. Pancho es un privilegiado. Y es desde el temor a perder los privilegios que parten todas las resistencias a las políticas de austeridad de López Obrador.
Cárdenas, en su historia, olvida al otro Pancho. Ese que representa a más de 53 millones de personas en México, un Pancho que apenas puede acceder a una educación básica, quien trabaja 10 horas o más para ganar menos de la mitad del Pancho de Cárdenas, y para quien tener un “modesto” departamento de 3 millones de pesos le resulta un lujo inaccesible. Ese que ha visto su proyecto de vida determinado por su color de piel, por su género, por su preferencia sexual, por su nivel socioeconómico y, puede que también, por alguna discapacidad. Ese Pancho que desde que era menor de edad tuvo que trabajar para ayudar a su familia y que, no importa cuánto trabaje, no verá una transformación en su calidad de vida, porque ese Pancho vive en un país donde la discriminación y la pobreza son problemas estructurales.
Las políticas de austeridad no son populismo, son una medida contra la desigualdad y la pobreza, son un asunto de justicia social. Es inmoral que en un país con más de 53 millones de personas en situación de pobreza se tenga una burocracia tan grande y tan costosa –de las más costosas del mundo-. Si queremos ser un país primermundista debemos comportarnos como ciudadanos de primera.
Por supuesto que estas políticas están sujetas a la crítica, es un ejercicio sano y necesario; cabe exigir una disminución proporcional que atienda no solo a las responsabilidades sino a los riesgos y a la realidad del país –no es lo mismo un juez o funcionario que trabaje en Aguascalientes a uno que trabaje en Tamaulipas-; se debe defender en el imaginario colectivo la labor del funcionario público y para ello es fundamental que se apliquen exámenes de oposición a todos los cargos y ascensos; una cuestión fundamental es el tema de los horarios laborales, la tendencia internacional más progresista apuesta a la disminución por varias razones: administración de los recursos materiales, reactivación de la economía, conciliación familiar y políticas de igualdad.
En este sentido, la crítica no debe centrarse en si es justo o no la disminución salarial y la eliminación de ciertos privilegios, sino en a quiénes, cómo, y sobre todo, a dónde se destinará el dinero, exigiendo que, además de programas sociales, se utilice en la mejora de los servicios públicos. El debate debe ser constructivo e incluyente, pero sobre todo, tomando como eje central la situación de pobreza y desigualdad que existe en México.
Estas propuestas, como muchas otras de Morena, han estado en la izquierda mexicana desde hace años. El PRD intentó llevarlas a cabo sin éxito, porque no tuvo la coyuntura política que tiene hoy López Obrador y Morena. Es momento de reconstruir México y de hacer un nuevo pacto social más justo y equitativo, y esto no es posible si no somos conscientes de nuestros privilegios y capaces de renunciar a ellos.