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¿Para qué sirven los informes de gobierno?

Por regla general, en sistemas parlamentarios (España por ejemplo), hay un día específico en que el presidente del Gobierno acude al Congreso de los Diputados a sostener lo que se llama el «Debate sobre el Estado de la Nación». 

Se trata de un ejercicio que consiste en dos sesiones; la primera está dedicada a proporcionar información acerca de lo que hizo el Ejecutivo durante el año y la segunda a un debate con los 350 diputados en torno a lo que dijo (y muchos temas más) el día anterior.  En Gran Bretaña no existe algo similar pero el Primer Ministro, que además es parlamentario, suele acudir todo el tiempo a sesiones para responder  preguntas o realizar debates sobre todo tipo de cuestiones con sus pares. 

En el caso de sistemas presidencialistas, como Estados Unidos, el presidente comparece el mes de enero de cada año ante el Congreso a dar un discurso que se conoce como el “State of the Union”. No hay preguntas ni respuestas, pero marca sin duda la agenda política nacional y de alguna manera global.

En México, estos eventos, donde se mezcla una combinación de hiperpresidencialismo con anecdotario y folclor, los gobernantes tienen la obligación de presentar anualmente un informe por escrito, pero históricamente ha tenido características diversas. En el siglo pasado se le llamaba, con cierto histrionismo, el «Día del Presidente». No había clases, muchas actividades paraban, se transmitía en cadena nacional de radio y TV, y el presidente recorría a carro descubierto las calles de la ciudad de México. Abelardo L. Rodríguez —presidente entre 1932 y 1934— dio el informe más largo con una duración de siete horas con 35 minutos.

Pero, más allá de la escenografía y el montaje, ¿para qué sirven los informes en realidad? La respuesta corta es que, en esta sociedad de comunicación en tiempo real y de redes sociales, para nada, aunque debería ser una oportunidad para hacer una reflexión de fondo sobre el pasado inmediato y el futuro más próximo. La respuesta larga, en cambio, amerita algunas consideraciones más detenidas en tres pistas.

La primera es que el informe sea un ejercicio casi psicoanalítico. Dependiendo de la coreografía y del formato, es una terapia en que los gobernantes buscan una compensación a sus carencias vitales o emocionales y una exhibición de culto a la personalidad. Desean intensamente sentirse queridos —aunque sea de manera cosmética— y disfrutan estar en su elemento, rodeados de miles de personas que les aplauden y adulan y que en realidad no sólo no saben a qué van, sino peor aún: salvo a un porcentaje mínimo, a nadie le importa un comino lo que allí se diga y al día siguiente casi nadie recordará el contenido. 

Los gobernantes conservarán videos y fotos que se irán acumulando en su casa. Con los años, no habrá cajas ni paredes suficientes para guardarlos ni colgarlos, pero sirven, como alguien decía, para intentar restaurar el pasado, lo que fuimos algún día. «Así pasa la gloria del mundo», dice el adagio latino de la era romana.

La segunda pista es convertirlo en foro para la oratoria política, para enunciar cosas, responder, exagerar, suponer, inventar, maquillar cifras, recurrir a la grandilocuencia y pomposidad, y desde luego, a veces, para mentir. Basta ver la ya incontable cantidad de falsedades que formula López Obrador en cada uno de sus informes confiando en que nadie se dará cuenta. Este es uno de los aspectos más relevantes y tóxicos para la evaluación ciudadana. 

En el mundo hay dos escuelas de gestión pública. Una, la vieja, es la que se limita a anunciar qué se va a hacer: “construiremos”, “entregaremos”, “haremos”, “llevaremos”, “invertiremos” y un largo etcétera de promesas acerca de todo tipo de cosas habidas y por haber: desde el agua hasta la felicidad absoluta. La nueva escuela —llamada en inglés delivery, es decir, el entregable, las cosas concretas que se realizaron— consiste en informar acerca de todas las acciones y políticas que efectivamente se llevaron a cabo (debidamente documentadas de manera evidente, tangible y comprobable) y los objetivos que se alcanzaron. 

No se trata, por ejemplo, de contabilizar los útiles o uniformes escolares se repartieron sino cuánto aumentaron los logros de aprendizaje de los niños, que es lo que realmente vale para sus trayectorias educativas y profesionales. Por desgracia, esta opción es bastante escasa hoy a todo nivel.

Como los gobernantes confían en que, salvo unos muy pocos analistas o académicos que se tomarán el tiempo de verificar lo que se dijo, el público en general no entrará en detalles. Por ello, e crean poderosos incentivos para mentir y ya se verá cómo aclarar o responder si alguien los pilla en falta. Esto es algo que ahora sucede con más frecuencia de lo imaginable y combina algo de cinismo con desparpajo.

La tercera consideración es que los informes podrían servir para hacer una reflexión seria, profesional y rigurosa de la tarea de gobernar. Puesto de otra forma: ¿cómo aprovechar, aún con sus rigideces, un ejercicio de esta naturaleza? 

En principio, naturalmente, para rendir cuentas. Algunos gobernantes suelen padecer una distorsión acerca de su trabajo: cuando llegan al cargo y entran a Palacio creen que aquello que era “público” es ahora de su coto privado y pueden hacer con ello lo que les venga en gana.

Como no es así ni legal, ni política, ni moralmente, entonces estarían obligados a rendir cuentas claras y puntuales de lo que realizaron. Esta debería ser la condición esencial de un informe. Una segunda es hablar desde la verdad; parece raro apelar a este valor en un político, pero buena parte de la corrosión y de la corrupción imperantes deriva de que se ha perdido todo sentido de honradez y sinceridad en el ejercicio público. 

Una tercera tiene que ver con la coherencia que hay (o no) entre lo que se prometió en campaña y los planes de gobierno y lo que se hizo o se está haciendo en la realidad concreta. Una cuarta es hacerlo con transparencia; solemos ver todos los días que los gobernantes anuncian una inversión tras otra, pero conocemos menos si para ello se siguieron con rigor y exactitud los procedimientos legales respectivos.

Una quinta consideración es valorar la efectividad de lo que se realizó: ¿para qué sirvió tal o cual programa? ¿Cómo mejoró en concreto el crecimiento, la salud, la educación, la seguridad? ¿Cómo compara la entidad que se gobierna con las demás? Y, finalmente, la interrogante crucial: ¿Estamos mejor o peor que uno, tres o cinco años atrás? ¿Realmente el gobierno está haciendo la diferencia?

Dicho esto, ¿para qué sirven los informes de gobierno? Sin reunir estas condiciones y sin rendir efectivamente cuentas claras, todo parece indicar que para nada.

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