Por Antonio Martín del Campo
Chairman 02X y Venture Studio
“Si estás tratando de crear una empresa, es como hacer un pastel. Tienes que tener todos los ingredientes en la proporción correcta.”
Elon Musk
De acuerdo con un informe de 2016 de Innosight (“Longevidad corporativa: Turbulencia por delante para grandes organizaciones”), las corporaciones que aparecieron en el índice S&P 500 de 1965 permanecieron durante un promedio de 33 años en él. Para 1990, la duración promedio en el S&P 500 se había reducido a 20 años y se prevé que decrezca a 14 años para 2026.
Con la tasa actual de deserción, aproximadamente la mitad de las firmas actuales del S&P 500 serán reemplazadas en los próximos diez años: “Entra un periodo de mayor volatilidad para las empresas líderes en una amplia gama de industrias, y los próximos diez años se perfilan como los más potencialmente turbulentos de la historia moderna”, según Innosight.
Sobre ecosistemas de innovación, uno de los agentes de cambio más relevantes en el país, René Lankenau, escribía: “Está de moda la palabra innovación. Por todos lados escuchamos apanicados directores y ejecutivos perseguir todo tipo de iniciativas para transformar sus empresas. Qué bueno”. Y advertía: “Pero cuidado”.
Innovar sin considerar las fortalezas actuales del negocio — o peor aún, sin entender las necesidades cambiantes de los clientes— puede ser igual de terrible que no innovar.
Y haciendo alusión a una de las firmas más emblemáticas de Estados Unidos en el siglo pasado, comentaba: “¿Cómo le haces para destruir una empresa de más de 100 años?”. Resulta que innovando.
Y sí, este es el caso de Sears, una de las compañías emblemáticas del siglo pasado que por innovar dejó de lado sus fundacionales, su identidad; además de que se desconectó de las necesidades de sus clientes. Siguiendo el canto de las sirenas de los congresos y eventos de la industria, compró la idea de subirse a todas las nuevas tendencias que observó y dejó de lado lo que la había llevado a ese exclusivo lugar en el mercado y en la mente de los consumidores.
Muchos de los componentes que hacen la diferencia entre una empresa que es sustentable a lo largo del tiempo y una que se queda en el camino tienden a ser aburridos y “poco sexys”.
Hace poco, en una larga entrevista en televisión, Warren Buffet, uno de los hombres más ricos del mundo, impartió una clase magistral sobre cómo el mundo se metió en el lío financiero del 2008. Durante la entrevista, se le planteó la pregunta del millón de dólares: “¿Acaso las personas inteligentes deberían haber sido más precavidas?”. “Por supuesto que sí”, contestó Buffet, “pero existe una progresión natural de una idea buena que se va transformando en una idea muy mala”.
Él denominó a esta progresión como las “Tres I”. Primero, vienen los innovadores, quienes ven oportunidades que otros no. Luego, vienen los imitadores, quienes copian lo que han hecho los innovadores y hasta hay algunos que los superan, aunque generalmente no es el caso. Y al final, vienen los idiotas, cuya avaricia deshace las mismas innovaciones que están tratando de usar para hacerse ricos. En otras palabras, el problema no solo tiene que ver con la innovación, sino con la idiotez que viene siguiendo ese camino en el cual ya no se cuidan las fundacionales del negocio.
Y es que no todo lo que brilla es oro. Una empresa que busca innovar constantemente para crear su siguiente gran ventaja competitiva tiene que analizar, primero, cuáles son los factores que le han permitido seguir existiendo, escuchar las necesidades reales de los clientes y generar los suficientes recursos para poder fondear iniciativas encaminadas a innovar.
Las grandes compañías no fracasan por una sola decisión o tendencia. Las raíces de la disrupción son siempre más complejas que eso. Imaginarnos que los CEO de Kodak, Blockbuster y Xerox solo fueron idiotas sería un análisis simplista e irresponsable, porque no lo eran; descuidamos mirar más de cerca lo que los llevó a su desaparición para aprender lecciones valiosas.
La verdad es que cada modelo de negocio falla eventualmente. Cuando conocemos las verdaderas fuentes del fracaso, podemos esperar superarlo; y una que es muy clara es solo seguir el canto de los ángeles y acabar como el emperador de aquel cuento: el día de la fiesta, el monarca se vistió con su vestimenta nueva y salió en procesión por las calles de la villa. La gente, conocedora de la rara cualidad que tenía la vestimenta real, la de ser invisible a los idiotas, callaba y veía pasar a su rey… Hasta que un pobre niño dijo en voz alta y clara: «El rey va desnudo». Tal grito pareció remover las conciencias de aquellos que presenciaban el desfile. Todos empezaron a chismorrear: «El rey va desnudo». Los cortesanos del rey y el mismo rey se dieron cuenta del engaño, y es que realmente el monarca iba desnudo. No vaya a ser que en nuestros intentos por cambiar, desmantelemos nuestras ropas y acabemos desnudos y sin empresa.