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No pensar en las próximas elecciones

Es para mí un verdadero privilegio este espacio que me otorga la revista Líder Empresarial para tocar diversos temas que nos preocupan, motivan o estimulan a ser mejores como sociedad. Ciertamente, de ese interés por la comunidad nace el liderazgo tanto empresarial como político.

En esta ocasión, trataré un tópico que se me ha presentado recurrentemente y más en estos días en que los políticos son vistos como jugadores de casino, egoístas, corruptos, centrados en sí mismos. Hablo de la ética en la política.

Los recientes casos de Grecia e Italia, y muchos otros movimientos sociales conocidos gracias a Internet, muestran lo necesario que es tener políticos con credibilidad e incluso con una forma distinta de ejercer su función. En mi opinión, la ética en la política va más allá de la simple enumeración de valores. Tiene más que ver con procesos, es decir, la manera en la cual se realizan acciones y se diseñan e implementan programas. Así pues, está relacionada con resultados y consecuencias.

Hay un término que viene muy al caso con esto: equidad, una palabra cuya acepción original está ligada a garantizar. Una política de altura enfatiza este valor como un principio básico, mediante el cual se garantizan los derechos de las minorías. Por esto, es un requisito fundamental para vivir pacíficamente.

Una política de altura debe voltear a ver a los grupos minoritarios, a quienes viven en las áreas menos favorecidas o han sido discriminados. Para ello, debe contar con marcos institucionales sólidos, los cuales den voz a los intereses de las minorías, promuevan el diálogo y eviten la confrontación: sabemos que los menos favorecidos son más sensibles a las agresiones, pero cuando se sienten respetados, elevan su voz y contribuyen con el bienestar social (en mi experiencia como presidenta municipal, muchas personas atestiguaron cómo logramos un sensible enriquecimiento a través del respeto a la diversidad).

Pero, un gran obstáculo para la equidad, y un cáncer para la sociedad, es la corrupción, sin duda alguna un problema que no solo está en nuestro país, sino también en todo el mundo. Este mal mina la competitividad, hace que se sobrepongan los privilegios de los poderosos y crea condiciones idóneas para la impunidad.

Combatir esta problemática no es fácil. Se piensa, por ejemplo, que la ética de un individuo se transfiere a toda la esfera política; si un líder es honesto, justo y respetuoso, su gobierno seguramente será igual. Sin embargo, si se limita a observar la honestidad del individuo, muchos aspectos de su alrededor no se tomarán en cuenta y la lucha contra la corrupción estará condenada al fracaso. Yo estoy convencida de que, como sociedad, se debe enfrentar esta enfermedad involucrando a gobierno, medios de comunicación, las ONG, Iglesia y a todos los ciudadanos.

Otra cosa que pude observar durante mi gestión en la alcaldía de Aguascalientes es que para que haya efectividad política es necesaria la existencia de una cercanía entre ciudadanos y autoridades. Es prioritario, por tanto, fomentar el acceso a la información, la educación y los servicios básicos de la salud para tener una relación social pacífica.

Así es como se intersectan la política y la ética. Los derechos humanos son el alma de la ética en la política. Cierto, es esencial poner límites para vivir juntos, pero estos deben ser trazados conjuntamente. De ahí el título del presente artículo: este llama a no pensar en las próximas elecciones, sino más bien a levantar la mirada al horizonte lejano, de modo que nuestra acción no solo sea para los ciudadanos de hoy, sino también para las futuras generaciones.

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