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No es la privatización, es la regulación

La discusión legislativa sobre la iniciativa de la Ley General de Aguas, ahora estancada debido a las elecciones intermedias, se ha centrado en cuestiones ideológicas, eludiendo el asunto de fondo: identificar cómo puede el estado proveer distintos servicios públicos.

Aquí mismo, y en otros lugares, he examinado y documentado como la exitosa experiencia de concesión del agua en Aguascalientes demuestra que es tal la dimensión y complejidad de las necesidades sociales-urbanas que, en un contexto de menores recursos presupuestales y de búsqueda tanto de mayor calidad como de transparencia, los gobiernos modernos, eficaces y creativos deben propiciar dichos servicios mediante modalidades novedosas. Entre estas, destaca la activa participación del sector privado, lo cual está sucediendo prácticamente en todo el mundo y en áreas tan variadas como agua, alumbrado público, tratamiento de residuos, educación básica, salud, transporte, seguridad o sistemas penitenciarios. Veamos.

Por un lado, las naciones emergentes experimentan una presión demográfica y urbana que dificulta fuertemente a sus gobiernos atender las demandas, ahora más complejas, del crecimiento metropolitano. Por otro, la evidencia internacional demuestra que la extensión de estos servicios es requisito indispensable tanto de inclusión social como de cohesión comunitaria. Así, la pregunta clave es cómo abordar esos nuevos desafíos con políticas públicas más efectivas.

La primera condición para esto tiene que ver con una concepción innovadora de la gestión pública. Desde mediados de los años ochenta, numerosos países, emergentes y desarrollados, emprendieron distintos tipos de reformas para gobernar por resultados (delivering results) y por redes (governing by network).

Si bien algunos tuvieron éxito, otros lograron resultados modestos, con lo cual la discusión se condensó en el proceso, mas no en el modelo y, en consecuencia, todo se contaminó políticamente. Ese debate es hoy obsoleto, al menos en las naciones que quieren funcionar de manera correcta, pues entienden que el nombre del juego es otro. Es decir, los modelos verticales-jerárquicos, propios de burocracias pesadas que ejercen el monopolio de las decisiones públicas y fincan sobre ese poder sus cacicazgos, ya no responden a las nuevas demandas, pues el objetivo es ahora organizar recursos de fuentes distintas para producir valor en los servicios proveídos, lo cual es generado por los gobiernos dentro de una red de relaciones multisectoriales para satisfacer las necesidades de un ciudadano, quien al mismo tiempo es un consumidor.

El estado pasa así de ser, en ciertas materias, un proveedor absoluto o único a ser un facilitador que conecta la iniciativa privada (recursos, ideas, ejecución de proyectos) con las necesidades públicas. Esa es la razón por la cual surgieron modalidades administrativas como las concesiones, asociaciones público-privadas, contratos de prestación o subrogación de servicios, proyectos BOO/BOT (construir, mantener, operar y transferir) y la colocación de papel estatal y municipal en los mercados bursátiles.

Dicho de otro modo, si los gobiernos entienden los modelos innovadores de participación privada diseñados para solucionar problemas más complejos, podrán lograr prestar buenos servicios públicos, hacer asignaciones adecuadas de riesgo incluso en condiciones de incertidumbre respecto a necesidades futuras o focalizar mejor dónde requieren intervención privada para atender demandas de infraestructura.

El problema no se puede simplificar como una elección entre estado o mercado, pues es algo mucho más elaborado. Como decía el legendario primer ministro socialista francés, Michel Rocard: “el estado no puede hacer bien más que aquello que sabe hacer; es decir, administrar, distribuir, repartir. Por el contrario, el estado no está hecho para producir… no es su papel ni el oficio”.
El segundo punto en torno a la participación privada en la prestación de un servicio público tiene que ver no solo con calidad, oportunidad, eficiencia y presupuestos; sino también, teóricamente, con menor opacidad.

Hasta ahora, buena parte de la corrupción mexicana a nivel municipal se explica porque las burocracias han tenido el control absoluto sobre la prestación de distintos servicios públicos. La evidencia internacional sugiere que dicho control –en casos como el agua, las cárceles, las regulaciones de construcción, uso de suelo, funcionamiento de comercios, alumbrado público, etcétera– lleva de forma indefectible a hacer de una facultad pública, un feudo privado, con el cual por cierto han lucrado alegremente los municipios mexicanos. Por ejemplo, en el Índice Nacional de Corrupción y Buen Gobierno 2010 (el último realizado) de los 35 servicios con mayor incidencia corrupta, 11 están relacionados con licencias, permisos y servicios públicos.

Finalmente, se proclama que la participación ciudadana debe aumentar en los organismos reguladores. ¿Qué es eso? Desde hace unos años la llamada ciudadanización se ha convertido en un remedio para todos los males en México y así, han proliferado como hongos las organizaciones que dicen representarla, aunque parecen ser más un síntoma de disolvencia que de construcción ciudadana. En realidad, lo producido por esto es una especie de delegación, la cual va hacia un sistema informal de mediación que lucra con esa autoridad otorgada por las circunstacias y no por una elección ni un mandato.

El problema está en quienes tienen poder de decisión política, pues ellos saben que esas agrupaciones, llamadas ciudadanas, suelen manejar una agenda propia o carecen de legitimidad para procesar decisiones complejas. Por esto, con ciertas excepciones, terminan por cooptarlas, corromperlas o comprarlas. Al final, estas asociaciones ni influyen en las decisiones ni ayudan a construir una verdadera ciudadanía.

Una mejor supervisión, regulación y control de los sistemas de servicios públicos concesionados al sector privado y, por ende, una mejor prestación de estos, no se consigue a través de la llamada ciudadanización, sino con un buen corpus normativo, con organismos técnicamente muy competentes, estables en el tiempo, y mecanismos robustos de transparencia que provean al público de información suficiente. En todos esos casos, como es evidente, el problema no es la privatización de los servicios, sino su regulación.

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