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Nace la Fuerza Aérea Mexicana

Por: Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas de Ediciones B: México en Llamas;  México Desgarrado; México Cristero; Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca; Ayatli, la rebelión chichimeca; Santa Anna y el México Perdido; Juárez ante la iglesia y el imperio y Kuntur, el Inca de Lectorum.

Aquella mañana del 7 de abril de 1913 fue un día importantísimo para la historia de la aviación en México. En el aeródromo de los terrenos de Balbuena se dieron cita el ministro de Guerra, general Manuel Mondragón, los generales Félix Díaz y Aureliano Blanquet, los hermanos Aldasoro, jóvenes pilotos aviadores, junto con la estrella principal del magno evento: el piloto mexicano Miguel Lebrija.

El objetivo de la reunión era probar una nueva y efectiva estrategia de ataque que adelantaría en décadas las tácticas de guerra: el bombardeo aéreo, una estrategia militar que apenas surgía en la adelantada Europa y en los Estados Unidos.    

Miguel Lebrija, sin duda el mejor aviador mexicano del momento, debía volar su liviano y veloz avión Dupperdussin de 80 H.P. sobre los terrenos de Balbuena y simular un ataque aéreo con bombas “Martin Hale”, sobre un diminuto cuadro de cal de diez por diez metros, justo en medio de los llanos. En un futuro cercano, en un ataque real, el blanco de cal bien podría ser un edificio o una base enemiga. 

El objetivo de su entusiasta promotor, Manuel Mondragón, era probar que la aviación mexicana estaba irónicamente a la altura de la europea en cuestión de ataques aéreos y que esta técnica de asalto se podía usar lo más rápido posible sobre los constitucionalistas de Carranza, que desde el 26 de marzo con el “Plan de Guadalupe”, se habían declarado en guerra abierta contra el gobierno usurpador de Victoriano Huerta.

—La prueba es sencilla, Miguel— inició Mondragón, el supuesto héroe de la Ciudadela—. Tienes que volar sobre ese objetivo en el centro de los llanos. En este caso, imaginaremos que es el edificio de una base rebelde, y desde trescientos metros de altura soltarás estas bombas sobre el blanco para destruirlo. Como verás, el éxito de la operación radica en hacerlo en los primeros intentos. El atinarle a la veinteava vez quitaría todo el factor sorpresa sobre el bombardeo. Lo más seguro es que te tirarían desde algún fuego terrestre. La sorpresa es la clave ganadora en ataques como estos.

Miguel Lebrija tomó la bomba “Martin Hale”, que era del tamaño de dos latas de conservas en cruz. Tenía una pequeña antena o detonador en su parte superior.

—Es sólo quitarle este seguro y dejarla caer sobre el blanco, ¿no? —adujo Lebrija, examinado la bomba, sentado en la cabina de su avión con toda la gente a su alrededor.

—Así es, Miguel, activar la bomba lo puede hacer hasta un chimpancé, atinarle al blanco desde el aire es la razón por la que estás aquí, y por la que el ejército mexicano está dispuesto a invertir millones de pesos.

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Todos rieron ante la puntada del millonario bigotón que ya pensaba en su siguiente inversión con las bombas aéreas de importación.

—Está bien, general, no demoremos más esto —repuso Lebrija decidido. 

Todos los ahí reunidos se separaron del avión deseando buena suerte al hábil piloto. 

El Dupperdussin levantó el vuelo y se proyectó hacia los azules cielos del Valle de México. La mañana era clara y sin nubes. En el fondo, se veían imponentes los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, coronados con poca nieve por ser la primavera. Decenas de curiosos observaban desde la periferia de los llanos. Desde las alturas, Lebrija veía al público reunido alrededor del blanco de cal, como si fueran hormigas cerca de su nido.

Lebrija pasó justo arriba del blanco, soltando la primera bomba, que cayó a varios metros fuera del blanco. La explosión levantó una nube de tierra y polvo.

—¡Primer intento fallido! —dijo Manuel Mondragón a Félix Díaz, frunciendo el ceño molesto al percatarse de la llegada de su incómodo yerno Manuel Rodríguez—, mientras el pendejo no nos tire la bomba a nosotros, no hay problema, Félix.

El Dupperdussin pasó por arriba de sus cabezas, perdiéndose al final de los llanos como un insignificante insecto. Viró y buscó el segundo intento para tirar la bomba.

Lebrija dirigió de nuevo magistralmente su Dupperdussin hacia el blanco de cal, que desde su ligero aparato lucía diminuto y retador a la vez. Con cuidado, inclinó levemente el aparato hacia su izquierda para tener mejor cálculo sobre el objetivo. En un segundo, quitó el seguro de la “Martin Hale”, dejándola caer desde más de trescientos metros de altura. 

Todos los espectadores vieron la explosión de la bomba en el centro del blanco, lo que ocasionó un aplauso generalizado por el gran logro del hábil piloto mexicano.

—¡Bien hecho, Miguel! Excelente maniobra— externó eufórico Manuel Mondragón, incrementando la intensidad de los aplausos.

El Dupperdussin se enfiló para el aterrizaje, momento álgido que requería toda la atención de su hábil piloto. Lebrija, como un jinete que domina soberbiamente a su caballo, posó las bicicleticas ruedas del avión en tierra, generando otra nueva carretada de aplausos. La prueba había sido un éxito: objetivo destruido en el segundo intento.

—¡Ese cabrón es bueno, no hay duda de ello! —dijo Blanquet aplaudiendo contagiosamente.

Mondragón sonreía feliz, como si hubiera ganado una jugosa apuesta en una carrera de caballos. En su interior ya maquinaba la compra de los siguientes aparatos con sus respectivas “Martin Hale”, que de algún modo u otro aumentaría su enorme fortuna. 

“Cualquier juguetito nuevo que se le compre a ejércitos extranjeros puede engrosar la fortuna de un hombre visionario como yo. El bombardeo aéreo es el futuro de la guerra. Para que desgastarte mandando costosas infanterías por mar y tierra, si por aire un solo avión te puede volar en cachitos la Casa Blanca o el Palacio de Buckingham”, pensaba mientras se afilaba las aceradas puntas de su negro y grueso bigote.

Lebrija brincó ágilmente fuera de su famoso avión. Era un hombre joven al que le gustaba conquistar. Tenía frente amplía, ojos claros y un bigote grueso con puntas hacia los cielos. Los primeros en felicitarlo fueron los hermanos Juan Pablo y Eduardo Aldasoro, excelentes hermanos aviadores que competían con Lebrija en la conquista de los cielos del Anáhuac. Después, siguió Villasana diciéndole efusivamente:

—Felicidades, Miguel. Acabas de abrir un mundo de posibilidades militares para las futuras décadas. Acabas de crear la Fuerza Aérea Mexicana.

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