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Mujeres

Dicen los que saben que escribir sobre mujeres es un riesgo demasiado alto, que es un tema más bien reservado a personas especializadas en distintas áreas del conocimiento que, seguramente, podrían abordarlo mejor. En todo caso, aproximarse a ello requiere una suma de años de observación microscópica, experiencias personales, sentido común e información que permita explorar, con alguna solidez y sin ninguna pretensión, el universo complejo, misterioso y con frecuencia inexplicable de las mujeres.

Una ojeada rápida de ese mundo nos dice que, como nunca antes, las mujeres van alcanzando niveles más altos de igualdad, acceso y libertad, aunque, dependiendo del sector y los distintos países, todavía falta un trecho largo por recorrer. La feminización del trabajo, su mayor presencia en altos cargos ejecutivos de la empresa y la vida pública, grados más elevados de educación, capacidad de decisión sobre temas esenciales como el matrimonio y la maternidad, y, en suma, niveles crecientes de autonomía e independencia, harían pensar que todas esas variables se traducen, casi automáticamente, en dosis mucho mayores de felicidad que en el pasado.

Sin embargo, al mismo tiempo, las estadísticas de género muestran que son las mujeres quienes, si bien partiendo de bases muy bajas, presentan problemas crecientes de dipsomanía y adicciones, consumo de ansiolíticos y antidepresivos, consultas psiquiátricas e, incluso, tendencias al suicidio. Admitir que ambas realidades son inevitables –y, lo peor: incompatibles- sería tanto como darle la razón a Francois Mauriac, el escritor francés: “de todos modos, son desgraciadas. Es su vocación”. No es el caso o, al menos, no debiera serlo.

Pero preguntemos: en pleno siglo XXI, ¿son felices las mujeres? ¿De qué depende que lo sean o no? ¿Cuáles son los condicionamientos biográficos, biológicos o culturales que les facilitan ser felices? ¿Es compatible el éxito y la satisfacción con la vida personal? ¿Cuál es, hoy, su verdadero papel en una sociedad global, tecnológica, comunicada, impersonal, competida, diversa, abierta y cambiante? Veamos.

En México hoy existen más mujeres que hombres. En términos generales viven más que los hombres, son más saludables, un número mayor ha dejado el campo y reside en las ciudades; más mujeres se incorporan al mundo del trabajo (si bien, aún insuficientemente), dejan sus estados para irse a otros dentro de México –para casarse o trabajar- y menos al extranjero; practican más la religión (aun cuando el porcentaje va descendiendo) y acuden más a la escuela en los primeros años que los hombres. En conjunto, se observa que parecieran integrarse mejor a los ritmos normales de la sociedad y la economía.

En contraste, según algún estudio del INEGI de años atrás, las mujeres abandonan la escuela conforme avanzan en los grados educativos –en posgrado, son apenas la mitad de los hombres que lo cursan-, se gradúan en menor medida que los hombres, representan sólo un tercio del Sistema Nacional de Investigadores, se casan menos y se separan más que hace tres décadas, solicitan más el divorcio que los hombres, cuatro de cada diez mujeres pierden los juicios por adulterio, una de cada cuatro mujeres son jefas de hogar, intentan suicidarse más que los hombres pero lo consiguen menos (solo 6 de cada 10 lo logran y, en cambio, los hombres son más exitosos en este punto), y entre los 11 y los 15 años delinquen más que los hombres en infracciones menores.

Ese claroscuro nos da una impresión inicial, si bien poco profunda, del laberíntico lugar que la mujer ocupa en la sociedad contemporánea y de sus expectativas profesionales y personales. ¿En dónde radican los condicionamientos más importantes para una expansión plena y satisfactoria de la identidad femenina en la sociedad actual?

Uno de ellos tiene que ver con el entorno familiar, cultural y social en que se forman. El pensamiento convencional indica que a las mujeres se les asigna, por lo común, un papel a la vez central y complementario respecto de las necesidades primarias del hombre y en la integración de la familia nuclear, pero no en la toma de decisiones ni, posteriormente, en materia de relaciones personales. Si esto es así, una sociedad tradicional y conservadora, a menudo machista, suele castrar no sólo el desarrollo inicial de las mujeres, sino sus posibilidades de socialización para desenvolverse en un mundo heterogéneo, competido y exigente.

La segregación que producen las escuelas sólo para mujeres, por ejemplo, inhibe la posibilidad de conocer las singularidades psicológicas y emocionales del universo masculino y cancela un entrenamiento básico e indispensable en el trato de género, al cual, de todas formas, tendrán que enfrentarse en cualquier aspecto de la vida. En mi opinión, ese déficit hace que el trato entre hombres y mujeres pierda riqueza en el entendimiento mutuo de las características estructurales, biológicas y emocionales entre géneros y, por ende, dificulta procesarlas de manera lógica.

Una integración natural de ese complejo universo humano podría facilitar las condiciones para que las mujeres ejerzan de mejor manera su derecho a ser mujer. Se trata de algo sencillo y difícil a la vez: que las mujeres ejerzan su derecho a la educación, la cultura, la productividad, el deseo, el placer, el ocio y la elección, en una palabra, su derecho a ser.

Las asignaturas pendientes en este campo son todavía enormes y pasarán años antes de que tengamos una sociedad razonablemente igualitaria. Pero el mundo mejoraría bastante si la violencia contra las mujeres desapareciera; si los salarios de hombres y mujeres se asignaran por mérito; si el acceso al poder no dependiera del género, sino del talento; si las mujeres permanecieran en la escuela tanto o más que los hombres; entre muchas otras cosas.

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