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Monte de las Cruces

Por: Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas de Ediciones B: México en Llamas;  México Desgarrado; México Cristero; Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca; Ayatli, la rebelión chichimeca; Santa Anna y el México Perdido; Juárez ante la iglesia y el imperio y Kuntur, el Inca de Lectorum.

El 30 de octubre de 1810, muy temprano por la mañana, Trujillo recibió noticias confiables de que Hidalgo se enfrentaría con él en el camino a Toluca, por la zona de Monte de la Cruces. Trujillo arengó a su gente para que peleara con honor y denuedo. Les ofreció recompensas atractivas, a lo que ellos contestaron que no deseaban nada, sólo pelear hasta el fin por el rey y su patria.

Eran las once de la mañana en el sitio de la batalla más gloriosa que presentarían los insurgentes del cura redentor. Allende sabía que no sería fácil atravesar las compactas líneas de Trujillo; por eso, planeó envolverlo con una partida que ocupase la Venta de Cuajimalpa, situada en el camino de México. Abasolo, por estrategia, se encontraba en lo más alto del bosque, donde en cualquier momento podría fungir como refuerzo envolvente sobre la línea exterior de los realistas.

La batalla se agudizó cuando las avanzadas de Trujillo se vieron acosadas por un flanco, al que hicieron frente con certeros cañonazos, que hacían volar en cachitos a los ingenuos indios que intentaban tapar las bocas de los cañones con piedras y trapos. 

Agustín de Iturbide se encontró con los insurgentes en la zona del cerro que le tocaba defender. Sin titubear, abrió fuego y los rechazó. No obstante, viendo a su compañero Bringas herido, tuvo que reconcentrarse en un pequeño llano sobre el Camino Real, donde tenía colocado su cañón. Con el otro obús, Mendívil defendía la avenida principal, que sostuvo hasta acabar sus municiones de artillería, haciendo él mismo fuego a pesar de haber sido herido por los artilleros.  

La avanzada indígena era simplemente incontenible. Los indios que morían bajo los cañones eran pisados y saltados por otros nuevos que caían sobre los realistas, sin darles tiempo para recargar o sacar sus sables. Los jefes españoles desfallecían heridos, el parque se agotaba. La oficialidad y la tropa instaban a Trujillo para que prestase oído a las proposiciones de paz que le hacían los mismos jefes insurgentes al atacarlos.

Torcuato Trujillo hizo un alto al fuego. Invitó a los insurgentes parlamentarios a que se acercaran a dialogar la paz. Cuando los tuvo a su alcance, abrió fuego cobardemente, cometiendo una de las traiciones más deshonrosas en la guerra. Bajeza por la que fue criticado en Francia y España, juzgado por su gente y críticos del honor castrense (insurgente y realista).

Los insurgentes ofendidos por semejante bajeza arremetieron con más fuerza, dispuestos a acabar hasta con el último soldado del rey que se les topase.

A eso de las cinco de la tarde, cuando el acorralado Trujillo se vio casi sin gente en sus posiciones, emprendió la pusilánime fuga a México, abandonando sus cañones y siendo perseguido por los jinetes insurgentes. Agustín de Iturbide, vistiéndose de héroe, sacó a Mendívil en su caballo, salvándole la vida. Esta heroica acción fue descrita por Trujillo en su reporte al virrey Venegas.

Con esto Iturbide, quien era un casi desconocido antes de la contienda, fue ascendido a capitán, lo que le dio un paso importante en la consolidación y fama dentro del ejército realista.

—¡Los tenemos acabados, padre! La siguiente batalla, ya sea en Chapultepec o Tacubaya, no será muy diferente a esta, y entonces la ciudad será totalmente nuestra —dijo Allende a Hidalgo, los dos sentados en un tronco de un pino caído. La mirada de Hidalgo reflejaba un pesar extraño. No festejaba como su capitán y sus otros hombres de confianza la victoria en el monte de la Cruces. Los insurgentes sentían el triunfo total a su alcance. Allende, como su estratega militar, lo celebraba en grande.

—Es un gran triunfo, Ignacio, pero no debemos confundirnos con eso de que la siguiente batalla será con estos mismos inútiles de Trujillo. Calleja viene en camino y sólo es cuestión de horas para que llegue a reforzar la ciudad. El virrey le contestó a Jiménez en Chapultepec el pliego de rendición que emití. Dijo que no aceptaba la rendición y que, si no se regresaba inmediatamente con los tres parlamentarios que lo acompañaban, los tomaría presos y los fusilaría ahí mismo. Todo esto a pesar de la bandera blanca, Ignacio. Como ves, siendo así la disposición de Venegas, no habría de otra más que tomar la ciudad a sangre y fuego, como hicimos en Guanajuato.

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—Por eso mismo hay que aprovechar este momento en el que no han llegado los refuerzos para tomarla, padre.

Hidalgo lo miró con un gesto de duda y tristeza. Allende se incorporó del tronco preocupado. La manga derecha de su uniforme estaba desgarrada. El rostro del capitán manchado de tierra, su ojo izquierdo irritado por la pólvora.

—No atacaremos, Ignacio. Nos regresaremos al Bajío para fortalecernos y hacernos de más hombres, armamento y municiones. No tenemos parque más que para una tarde de batalla. Es demasiado el riesgo si nos rodea Calleja. Podríamos morir todos ahí si nos sitian. La seguridad de mi gente es primero.

—Si entramos más gente se unirá. Calleja no podría pelear contra toda una ciudad en armas. Todos están con nosotros. Este es nuestro momento, padre.

El rostro de Hidalgo mostraba dos ojeras de insepulto. Llevaba noches sin dormir. Sabía que el momento de decidir el destino del levantamiento había llegado.

—¿Cómo crees tú que se nos va a unir más gente? Nos temen y nos odian. ¿Acaso no ves a todos los indios que nos acompañan? No hacen otra cosa que platicar de cómo saquearán la ciudad, igual que hicieron en Guanajuato. Algunos de ellos hasta bolsas traen para sacarse el botín incautado. Sueñan con hacerse ricos en el botín de la ciudad más grande de América. Otros hablan de decapitar a los maridos, violar a las españolitas y traerse sus cabezas de recuerdo. Esto es un pandemónium, Ignacio, y no lo voy a permitir. Al menos si hubiera enfrentamiento con Calleja estarían ocupados peleando por sus vidas, pero tomar una ciudad sin defensa alguna es una atrocidad con la que no pienso cargar.

—Eso es la guerra, padre. Yo soy el líder militar del levantamiento y bien puedo adelantarme e ignorarlo.

Hidalgo se acercó a encararlo. Los dos hombres se disputaban el poder abiertamente. El viento del valle mecía la cabellera canosa, que como cascada de plata caía sobre la nuca del cura.

—Yo soy el Generalísimo de los Ejércitos Americanos, Ignacio, y se hará como yo digo.

Los dos estaban tan cerca, que casi chocaban sus narices al gritarse. Allende pensó por un momento en abofetear al cura, pero su ética militar lo frenó. Ante todo, era un militar, un hombre de honor y palabra. Golpear a un anciano, a un cura y a su jefe inmediato iba contra toda su ética y moral. Hecho un energúmeno se alejó del lugar ante la vista de todos los demás jefes, que de cerca observaban el pleito entre los dos más altos dirigentes del levantamiento insurgente.

Hidalgo respiró agitado. Un dolor en el pecho lo hizo sentarse de nuevo sobre el tronco del pino. Habían sido demasiadas emociones en un solo día. La edad comenzaba a pasarle factura al cura libertario.

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