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México: la Independencia como ilusión

En el imaginario popular, la idea de la Independencia se ha reducido con el tiempo a ocupar un cierto número de páginas en los libros escolares y a convertirse en un componente rutinario del calendario folclórico mexicano. Pero, en pleno siglo XXI, ¿cuál es su relevancia? O, dicho con mayor propiedad, ¿tiene en realidad sentido y significado en un mundo que ha cambiado para siempre? Veamos.

Desde que la humanidad existe, una de las grandes pasiones que ha gobernado su vida es adivinar el futuro. ¿Cómo serán mañana la política, la sociedad y la cultura? ¿Cuáles serán las nuevas formas de organización comunitaria? ¿Existirán las fronteras y los estados tal como los conocemos ahora?

Si realmente hay vida en otros planetas, ¿alguien tiene derecho a colonizarlos? ¿La Inteligencia Artificial podrá reemplazar las relaciones entre personas o descifrar con precisión cómo funcionan la conciencia, las decisiones éticas y los comportamientos morales?  ¿Algún día pasaremos de tener una democracia representativa basada en el sufragio universal surgido en el siglo XIX a una especie de “algocracia”, es decir, una democracia mediada por algoritmos y datos?

En suma, ¿cómo será el mundo en las próximas décadas y, en ese horizonte, cómo funciona la Independencia de países emergentes o periféricos como México en el escenario internacional? Veamos.

En la iconografía de la cultura cívica mexicana, la idea de la Independencia ha sido, a caballo entre mitos, realidades y desafíos, uno de los terrenos en donde los diferentes actores parecían haber logrado, al menos hasta hace algún tiempo, un elevado grado de coincidencias, ya como dato histórico o ya como elemento retórico de la política exterior.

A diferencia de otros episodios, la acción internacional de México orientada por el concepto de independencia (más el de autodeterminación) ha sido generalmente una zona de consensos más que de disensos. En esta extensión del lábaro patrio se envolvieron —bajo una mezcla de nacionalismo, timidez y desconfianza ante lo externo— gobiernos, partidos y opinión pública, tanto para resolver determinados arreglos de la política doméstica como para que el país buscase un sitio en el mundo.

El carácter relativamente autónomo de esa idea y de esa política fue, en buena medida, instrumental y, en algunos momentos, de clara sobrevivencia. Una lectura detenida y desapasionada muestra, sin embargo, que no fue siempre una política estrictamente principista —aunque tuvo evidentes éxitos diplomáticos—. De manera a veces muy puntual fue utilizada por los distintos regímenes políticos, en primer lugar,  para ensanchar los márgenes de negociación en la compleja, variada, difícil y accidentada agenda bilateral con los Estados Unidos; para cobijarse, en segundo término, bajo el paraguas de  seguridad norteamericano en el hemisferio y evitar que México se viera contaminado por los brotes de insurgencia que proliferaron en América Latina, y, finalmente, para neutralizar a la disidencia interna y a los grupos de izquierda (entonces ilegales en México) que supuestamente amenazaban la estabilidad política encarnada por el régimen de partido único.

Hasta finales de los ochenta, medido contra esos objetivos y bajo una concepción elástica del “interés nacional”, ese diseño funcionó con eficacia razonable. No podría decirse lo mismo en cuanto a los resultados que arrojó en otras variables de importancia para el país, como su inserción económica internacional o sus niveles de competitividad. Tampoco contribuyó a fortalecer realmente la soberanía nacional, a disminuir la dependencia económica externa o a otorgarle a México un protagonismo muy relevante en el escenario internacional. De hecho, ninguna de esas cosas ocurrió.

Las lecciones derivadas de esos períodos, sumado a la consolidación de EUA como la superpotencia económica, militar y política, el surgimiento de nuevos poderes con creciente influencia global (como China), la revolución de las tecnologías de la información, la globalización económica y financiera, así como la emergencia de nuevos temas en la agenda internacional (como el cambio climático, la migración y la seguridad), llevaron a México a actualizar su estrategia y a reconocer que la noción de Independencia está sujeta inexorablemente —y así será por largas décadas todavía— a la relación con Estados Unidos. En consecuencia, de manera inteligente y pragmática, ¿es hora también de dotar a esa Independencia de nuevos contenidos más realistas? Sin duda.

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La primera cuestión tiene que ver, ciertamente, con la parte conceptual. Mientras vivimos otros períodos históricos, desarrollar una acción exterior cautelosa, neutral, aislada y, en ocasiones, hasta solitaria, cimentada en una noción muy militante de independencia, soberanía y nacionalismo, fue una decisión prudente. Permitió al país sobrellevar los costos de la vecindad, dar un toque de equilibrio ante el enfrentamiento bipolar y ofrecer una imagen de progresismo que casaba bien con los vientos de la época.

Pero el México del siglo XXI es ya un país de 127 millones de habitantes, con otros doce millones viviendo fuera de él y unos 26 millones más de segunda y tercera generación. Es la décima sexta economía en el mundo. En 2022, el valor de las exportaciones de bienes y servicios, petróleo incluido, fue de 578 mil millones de dólares (mdd) mientras que las importaciones totales sumaron 605 mil mdd.

Además, comparte la segunda frontera más extensa con el país todavía más poderoso del planeta, del que ya es, pese al impacto de China, su primer socio comercial. Y tiene suscritos catorce tratados de libre comercio que comprenden 50 países, un número más alto que cualquier otra nación.

Todo eso supone un complejísimo entramado cotidiano de regulaciones, aranceles, mecanismos de vigilancia, logística, movimientos migratorios, agencias públicas y un largo etcétera. Por tanto, ¿debe o, mejor dicho, puede un país con estas características tener una política exterior tradicional, cuyas orientaciones sean las nociones convencionales de independencia y soberanía? Probablemente no.

Antes bien, México necesita una mirada y una acción mucho más activas, que lleve a repensar los principios en función de las nuevas ideas y realidades tanto políticas como económicas a nivel internacional. Y esto pasa, inevitablemente, por la crucial y decisiva relación sobre todo con Estados Unidos.

Largamente discutida pero nunca resuelta, esa relación sigue siendo un aspecto traumático de nuestra cultura cívica septembrina y, lógicamente, de la forma como México se relaciona con el exterior.

Dicen que el psicoanálisis es la única enfermedad que ha generado su propia terapia. A veces parece que es el camino para aceptar que ningún país puede ingresar a la edad adulta si no comprende y procesa con nitidez y sentido práctico las lecciones de su propio pasado, afronta sus fantasmas de la etapa formativa y comprende su papel en el presente y el futuro.

Dicho de otra forma: de lo que se trata ahora es de que México cuente, en un sentido geopolítico y económico de largo plazo, con un “pensamiento estratégico” en el campo internacional. Se trata de identificar que, en un mundo global e interdependiente, cualquier país necesita precisar cuáles son sus prioridades y quiénes son sus socios, amigos o aliados. Debe, por lo tanto, asumir los compromisos, ventajas y costos derivados de esa elección y actuar en consecuencia.

Si la política exterior es una variable de la política interna y el ejercicio soberano de esa política no depende de declaraciones ni de retórica sino del crecimiento integral, sostenido, competitivo y equitativo del país, entonces la defensa de los intereses nacionales y la preservación de una visión renovada de independencia consiste en asegurar que esos objetivos se alcancen.

No se trata, desde luego, de renunciar a ideales o principios normativos ni de ignorar las lecciones de la historia, sino precisamente de fortalecerlos mediante una educación, una comprensión de la historia más madura y segura, y un conjunto de políticas que tenga claras las prioridades estratégicas en un mundo que ha cambiado para siempre.

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