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México festeja dos siglos de libertad

Por: Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas de Ediciones B: México en Llamas;  México Desgarrado; México Cristero; Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca; Ayatli, la rebelión chichimeca; Santa Anna y el México Perdido; Juárez ante la iglesia y el imperio y Kuntur, el Inca de Lectorum.

Agustín de Iturbide espolea a su negro bruto para ingresar a la calle de Plateros. Sus compañeros insurgentes hacen otro tanto. La gente los palmotea y alaba. El alcalde hace un ademán con la mano extendida, indicando que la calle es toda suya. 

Los jinetes de la libertad se asombran de ver balcones, banquetas y azoteas de las casas abarrotadas de gente. De todos los balcones y ventanas cuelgan guirnaldas y listones tricolores. En las banquetas hay gente común y corriente, mezclada con otros curiosos del momento. En las casas hay gente acomodada y adinerada por el simple hecho de vivir ahí y ser dueñas de esos palacetes. 

Hermosas doncellas, ataviadas con finos vestidos regionales, arrojan flores a los valientes soldados que han dado todo para el nacimiento de un México independiente. Se escuchan gritos de honores y ¡Vivas! a Agustín de Iturbide y a Vicente Guerrero. Nubes de papelitos de colores verdes, blancos y rojos llueven sobre las cabezas de los distinguidos jinetes (que agradecen el cumplido levantando la mano). 

Un lépero, pelón y andrajoso, se cruza alegre al paso de Vicente Guerrero, y este le da una palmada amistosa que es aplaudida por la gente. Los trigarantes se entregan al pueblo, porque ellos son el pueblo también.

Agustín de Iturbide se desvía hacia un balcón donde lo espera una ninfa vestida con un hermoso y entallado vestido color salmón. Sus cabellos son una madeja de rizos dorados, como el sol que brilla esplendoroso aquella memorable tarde del 27 de septiembre de 1821. 

La gente calla un poco al ver como Iturbide se apea del caballo y trepa ágilmente como gato hacia el balcón de la “Güera” Rodríguez, para entregarle un ramo de aromáticas flores que llevaba oculto en su montura. Se escuchan alaridos y aplausos, que la pareja agradece emocionada. 

Todos saben la importancia de aquella mujer en la gesta por la libertad. La mayoría los considera ardientes amantes, chisme que desde meses atrás no deja que la esposa de Iturbide concilie debidamente el sueño.

Agustín regresa a su montura y continúa airoso su desfile hacia la Plaza de Armas. Al llegar se encuentra con un mundo de gente vitoreándolos. Por más que intenta, no puede encontrar a su familia entre la muchedumbre.  Sabe que por ahí andan, y que en cualquier momento se topará con ellos. 

La plaza está repleta de gente. Las cuatro fuentes y los postes de alumbrado de aceite tienen a decenas de curiosos encima. No hay sitio libre sin algún curioso gritando ¡Vivas! a los héroes de la nueva patria.

En el centro de la plaza, donde debería estar la estatua de Carlos IV, hay un templete que la cubre por completo. Las autoridades virreinales, temerosas de una venganza por parte del pueblo, la protegen ante un posible vandalismo. 

En su base hay unos lienzos con figuras alegóricas que representan la elevación de la América septentrional al rango de nación independiente y libre, representada por un trono en el cual destaca el cetro y la corona imperial. 

Hay una representación de la América que sube unas gradas conducida por Iturbide, y otra con sus generales con plumaje y bandas tricolores. Por último hay pinturas de varios genios con aljaba, flechas y macana, sosteniendo un letrero que dice: «Al solio augusto asciende, que ya de nadie tu corona pende»

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La parte alta de la estatua del monarca español está cubierta con una figura de madera y papel con la forma de un águila posada sobre un nopal devorando una enroscada serpiente que simboliza la libertad de la nación.  

Iturbide contempla a Juan de O’Donojú en el balcón del Real Palacio. Desmonta y camina hacia  el enorme portón del Palacio Virreinal. Los guardias del virrey le abren paso y lo escoltan hasta el balcón, donde el último virrey de la Nueva España lo espera con los brazos abiertos. 

Ambos se abrazan y  saludan a la gente que, al verlos juntos, lanzan alabanzas de felicidad. Frente a ellos, se encuentran dos hombres que representan la transición de una era: el final de un gobierno opresor y el nacimiento de una nueva nación independiente. Aquellos mexicanos están viendo la historia desarrollarse frente a sus ojos: un peninsular y un criollo abrazados, dando nacimiento a una nueva nación llamada Imperio Mexicano.

Se deja escuchar un aplauso enorme por parte de la gente. Iturbide ha tocado sus corazones. Don Juan O´Donojú agrega con una potente exclamación:

—¡Mexicanos! ¡Ha terminado la guerra!—

—Mexicanos, ustedes conocen el modo de vivir y ser libres, a ustedes les atañe el de ser felices —agrega Iturbide contundente—. 

El pueblo festeja con alaridos, fuegos artificiales y abrazos. Iturbide y O’Donojú bajan del balcón. En la planta baja se encuentran Agustín y Ana María, esta última lo abraza orgullosa y plena. Su hombre es el hombre más importante de México. 

En compañía de O’Donojú cruzan la Plaza de Armas para entrar en la Catedral. El arzobispo de México Pedro José Fonte y Hernández Miravete les tiene reservada una banca de honor en el recinto sagrado.

Iturbide se sorprende sobremanera al ver a su hermana Nicolasa en compañía del carismático Antonio López de Santa Anna quien, como todo un don Juan, no desaprovecha la oportunidad de intentar emparentar con el futuro emperador, a pesar de la fealdad y casi cincuenta años encima de la fogosa solterona. 

La “Güera” Rodríguez cruza miradas con Ana María, quien por un momento siente ganas de apartarse de  su marido y correr hacia ella para desfigurarle su bello rostro con sus largas uñas. 

El órgano de la iglesia llena el recinto sagrado con sus bellas notas. La misa ha comenzado y la mayoría se siente agradecida con Dios. Es el momento de dar las gracias a la Providencia por tanto recibido inmerecidamente. Al terminar la misa el arzobispo la cierra diciendo: “Vivan la Religión, la Unión y la Independencia”, el cual es correspondido con otro “¡Viva!”, tan poderoso que parece estremecer los cimientos de la legendaria construcción.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, la Junta Provisional Gubernativa, conformada por treinta y ocho selectos miembros nombrados previamente por el propio Iturbide, se reúnen en el salón de acuerdos del recién nombrado Palacio Imperial. 

Después de un emotivo discurso inaugural pronunciado por el Dragón de Hierro, la Junta Gubernativa es declarada formalmente instalada; acto seguido, los integrantes se dirigen a la Catedral para jurar el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba. 

Después del juramento, Agustín de Iturbide es elegido por unanimidad como presidente de la Junta. Tras la celebración de otra misa, se cita una reunión para las nueve de la noche, en la cual se lleva a cabo la firma del Acta de Independencia del Imperio Mexicano. De los 38 miembros citados, cinco, por diferentes razones no estampan su firma en el histórico documento.

Los principales jefes del Ejército Trigarante, Vicente Guerrero, Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y Antonio López de Santa Anna, son excluidos como signatarios del documento. Esta desconsideración se convertirá en un lamentable error, una mancha vergonzosa para Iturbide, un motivo de repudio y desconocimiento por parte de los insurgentes hacia el futuro emperador de México.

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