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Melchor Ocampo, el político liberal es fusilado

Por Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas históricas México en llamas; México desgarrado; México cristero; Tiaztlán, el fin del Imperio Azteca; Santa Anna y el México perdido; Ayatli, la rebelión chichimeca; Juárez ante la Iglesia y el Imperio.

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Melchor Ocampo vivía el sueño de su vida, volver a casa a descansar después de triunfar en la sangrienta Guerra de Reforma. Desde temprano se había levantado para ver el amanecer en su Hacienda Pomoca. Después de meses de abandonada y olvidada, la hacienda comenzaba a florecer como en sus buenos tiempos, al ojo del amo. Los flamígeros rayos del astro rey lo saludaban afectuosamente, acariciando su curtido rostro. Las parvadas volaban sobre su cabeza, como homenajeándolo por estar ahí, rindiendo tributo a su tierra.

El día anterior, uno de sus hombres de confianza lo previno sobre la cercanía de bandidos conservadores que merodeaban su hacienda. Recordando las sabias palabras de Benito Juárez, sobre el peligro de alguna venganza por parte del bando contrario, don Melchor mandó a sus hijas y, en especial a Clara, la hija de uno de sus trabajadores de confianza, a Maravatío. No quería correr el riesgo de que le cayera una gavilla de asesinos, estando él con su familia en Pomoca. Su seguridad era su prioridad. Estando él solo, era diferente y se daría tiempo de dejar las cosas arregladas para no abandonar a su suerte su propiedad.

El liberal se encontraba en la cocina preparándose unos deliciosos huevos estrellados con chile verde, jitomate y cebolla, cuando escuchó a sus perros ladrar. Sabía que los bandidos habían entrado y pronto irrumpirían en su casa.

Minutos más tarde, los perros fueron silenciados con plomo y apareció frente a él el español Lindoro Cajiga, con un rifle en las manos y un grupo de diez maleantes atrás.

—¿Melchor Ocampo?— preguntó el individuo con cara de inquisidor.

—Con todo el ejército que viene con usted, con ese rifle en sus manos y amenazándome dentro de mi propiedad, me temo que sí lo soy.

—¿Dónde está la familia?

—Lejos. Su llegada aquí no es ningún secreto. De cierta manera ya los esperaba, ¿gustan comer algo? Mis huevos me quedaron muy sabrosos.

Cajiga se sintió burlado al encontrarse con un Ocampo sereno y sin miedo, que todavía se atrevía a invitarlos a compartir la mesa.

—Qué bueno que hablas de huevos porque de ellos te voy a llevar jalando a Maravatío. Registren la casa y tráiganse todo lo de valor que encuentren.

Melchor Ocampo fue sacado a empellones y llevado en burro hasta Maravatío, donde fue entregado a los generales Félix Zuloaga y Leonardo Márquez. Los generales ordenaron a un tal Antonio Taboada que lo trasladara a Tepeji del Río, donde sería juzgado por el Tigre de Tacubaya y Félix Zuloaga en la Hacienda de Caltengo.

El 3 de junio de 1861, el cura Morales se presentó en el mesón de las Palomas ante el político liberal para confesarlo antes de ser fusilado por sus doctrinas incendiarias.

—Anda, hijo, confiesa tus pecados para que llegues limpio al reino del Señor.

Ocampo miró con sonrisa burlona a su confesor. A pesar de ser juzgado, mostraba seguridad y aplomo. Vestía su saco negro y corbata, como si fuera a ir a una fiesta o a un evento importante.

—¡Olvídelo, padre! Usted no me sirve ni para traerme un vaso con agua. Dudo que el Señor necesite la intervención de alguien como usted para perdonar o ayudar a alguien. Estoy bien con Él y yo estoy bien conmigo mismo también.

El cura Morales miró con asombro al hereje y entendió porque había sido uno de los ofensores de la Iglesia con las Leyes de Reforma.

—Perderás tu alma, hijo.

—Usted sabe tanto de los designios del Señor como yo sé sobre la vida en el más allá, padre. Si en verdad quiere ayudarme, tráigame papel y tinta para redactar mi última voluntad.

El cura se rindió ante el hereje, alejándose de la celda. Más tarde, llegó el presidente municipal de Tepeji del Río con papel y tinta para que el liberal pudiera escribir su última voluntad. Reconoció en el escrito como sus hijas naturales a Josefa, Julia, Lucila y Petra, todas ellas hijas de Ana María Escobar, y adoptó a Clara Campos, la hija del mayordomo Esteban, para que heredara una quinta parte de sus bienes. Su más grande tesoro, sus libros, por los que era quien era, fueron heredados al Colegio de San Nicolás en Morelia.

Minutos después, don Melchor esperaba en el inclemente sol de las dos de la tarde al escuadrón de fusilamiento que pondría fin a su vida.

Leonardo Márquez, el repugnante antropoide conservador, el sangriento Tigre de Tacubaya, quería ver con sus propios ojos la muerte de su acérrimo enemigo. El cobarde de Zuloaga, el humillado y pisoteado por Miramón, prefirió esperar la negra noticia en el mesón donde se hospedaba.

—Supongo que tú eres Leonardo Márquez— dijo Ocampo, con la cara perlada de sudor por el inclemente sol.

—Lo supones bien, malhechor del campo. No sabes el gusto que me da tenerte aquí, humillado y a punto de morir. Así espero tener pronto a Degollado, González Ortega y al indio tepuja de Juárez. Todos los que desfilaron en enero, pienso pronto mandarlos al hoyo. ¿Quién se creen ustedes herejes, hijos de la chingada, para atacar a la santa Iglesia? Por eso les está pasando esto.

—Tú no eres más que un asesino. Jamás has destacado en nada que no sea matar gente inocente como la que asesinaste en Tacubaya. Tu apodo lo dice todo de ti.

Márquez soltó un fuerte puñetazo al rostro del ilustrísimo pensador mexicano. Ocampo, con la nariz escurriendo en sangre, no se pudo incorporar de nuevo; mientras tanto Márquez, con los ojos inyectados en furia, ordenaba a Andrade que lo fusilara.

—Fusílame a este pendejo y lo dejas colgado de un árbol para que sirva de alimento a las aves.

—Sí, mi general.

Márquez montó su caballo y se alejó de la pintoresca hacienda, satisfecho por sus órdenes. Como todo cobarde y asesino, meses después diría que quien ordenó el fusilamiento había sido Zuloaga, así como también dijo que Miramón había mandado matar a los practicantes de medicina de Tacubaya.

El cobarde asesinato sería festejado como un día memorable para la Iglesia por el fugitivo padre Miranda y el exiliado obispo Pelagio Labastida y Dávalos.

Don Melchor Ocampo se negó a arrodillarse para ser fusilado como si fuera un cobarde, y dio dinero a sus ejecutores sin mostrar rencor u odio alguno. Su cuerpo fue colgado de un pirul y desfigurado por las aves de rapiña; posteriormente fue enviado a México para escarmentar a Benito Juárez, como señal de que los conservadores estaban en pie de guerra y lucharían hasta el último aliento hasta acabar con él y sus seguidores.

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