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Más impuestos, ¿para qué?

Hay suficiente evidencia que demuestra que todo proceso competitivo de crecimiento económico sostenido se funda en los incrementos en productividad y en los niveles de inversión que hace un país. Lo primero depende de la educación y del desarrollo de talento, innovación y tecnología; lo segundo, de las oportunidades que ese país ofrezca para invertir y la disponibilidad de recursos públicos y privados.

Pero los opinólogos de ocasión, que son abundantes en el México de hoy, simplifican ese proceso y lo reducen a hablar de una reforma fiscal de la que, hasta ahora, nadie sabe en qué podría consistir. Lo mismo si se trata de educación, desigualdad, salud o cambio climático argumentan que todo se resuelve cobrando más impuestos a los ricos, a las empresas y al que se deje.

Graciosamente omiten la otra mitad de la ecuación: en México, y de hecho en casi todos los países de América Latina, la calidad del gasto público es pésima y, por ende, tener más dinero sin una rigurosa planeación, focalización, monitoreo y evaluación de lo que se hace con ello es entregarlo a una burocracia devoradora insaciable.

Hay evidencia robusta y abundante en América Latina de que la sempiterna mala asignación del gasto público —que aumentó en promedio anual siete puntos porcentuales en los últimos 20 años—, no solo lesionó gravemente la sostenibilidad macroeconómica necesaria para enfrentar los ciclos recesivos, sino que apenas redujo la desigualdad en 4.7%, mientras que esa misma combinación de políticas e instituciones bien manejadas (el llamado “gasto inteligente”) lo hizo en un 38% en las economías avanzadas.

Según identificó un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en la región se observan algunos de los ejemplos del gasto público más ineficiente del mundo (que en 2016 representaba 29.7% del PIB), debido entre otras cosas a la incompetencia del sector público, el despilfarro, la corrupción, la mala asignación, la pésima gobernanza o una mezcla de todo ello.

 Esto explica que el gasto público ineficiente —es decir, el gasto que no sirvió para mejorar el crecimiento, la igualdad o la productividad— fue equivalente al 4.4% del PIB (unos 220 mil millones de dólares). De estos, cuatro quintas partes se asignaron o se ejecutaron mal tan solo en compras públicas y en desperdicios, pérdidas, exenciones, condonaciones o “filtraciones” en los subsidios a la energía, los programas sociales y el marco tributario mismo.

De hecho, algunos de esos subsidios fueron a parar a la población de mayores ingresos, puesto que el decil más alto recibe una cuarta parte de todos los beneficios y el primer decil sólo el 5%, o sea, los ricos recibieron cinco veces más subsidios que los pobres.

Por lo tanto, el diseño, la formulación y la ejecución de políticas públicas que impacten el crecimiento y la equidad tiene que empezar a abordar, o, más bien, a superar esas ineficiencias si se quiere articular un círculo virtuoso que mejore la vida de la mayoría de las personas de una manera sostenida. La moraleja es clara: hay que remendar el saco roto antes de volver a llenarlo con políticas que ya fracasaron en el pasado.

En ese contexto tiene que examinarse cualquier cambio tributario en países con alta debilidad institucional y legal y con gobiernos ineficientes como los que padecemos en México, partiendo de un principio de sentido común: ninguna reforma fiscal es un fin en sí mismo, sino un medio para elevar la capacidad de inversión pública y sólo será exitosa si promueve el crecimiento de la economía a tasas importantes. Veamos.

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La necesidad de una reforma fiscal en México es un tema viejo e indispensable. Entre la abundante literatura especializada destacan, por ejemplo, las recomendaciones que el Banco Mundial (BM) preparó para México en 2001. En Una Agenda Integral de Desarrollo para La Nueva Era, se insistía en que el ancla fiscal mexicana, con una recaudación equivalente entonces al 10% del PIB (hoy está en 17%), era “insostenible y probablemente comprometerá el marco macroeconómico en el mediano plazo y mantendrá la reciente tendencia de subinversión pública”.

En aquel momento, el BM señaló la urgencia de que México reformara “integralmente su sistema tributario” a partir de cinco criterios (efecto recaudatorio, eficiencia económica, equidad social, simplicidad administrativa y factibilidad política) e incluyera modificaciones en los aspectos ya conocidos (IVA, ISR, exenciones y regímenes especiales entre otros) para lograr, en conjunto, un efecto inmediato de 3% de ingresos públicos adicionales como proporción del PIB y, cuatro años más tarde, de entre 5 y 6%.

Pues bien, parte de la explicación reside en la hipótesis de que la economía mexicana crece a tasas muy bajas por una muy débil formación bruta de capital fijo, es decir, el porcentaje de inversión, en comparación con varios países. En otras palabras: si no hay más dinero no se puede invertir más y, si no se invierte más, no se crece a gran velocidad. Hasta allí, suena lógico. Pero como en México las cosas suelen ocurrir exactamente al revés que en el resto del mundo, aquí la inversión no siempre empuja a la economía.

Por ejemplo, el Consenso de Huatusco —las reflexiones de un grupo muy serio de economistas mexicanos que solía reunirse en otros tiempos— encontró que, en las últimas décadas, el coeficiente de inversión ha permanecido relativamente constante, pero su contribución al crecimiento ha disminuido notablemente.

Entre 1960 y 1979 la inversión fue cercana al 20% del PIB y el crecimiento promedio fue del 6.5%. Entre 1980 y 2002 la inversión se mantuvo en niveles semejantes, pero el crecimiento promedio fue menor al 3%. Y el porcentaje actual de inversión es de 24.9% del PIB y el crecimiento de los últimos años ha estado alrededor de un mediocre 2% anual. ¿Qué pasó?

Aunque las causas pueden ser variadas, los de Huatusco concluyeron, con razón, que buena parte de ese financiamiento fue a parar a proyectos inservibles e ineficientes (como lo son ahora el aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya o la refinería Dos Bocas) y refleja que “para aumentar la tasa de crecimiento no se puede contemplar únicamente un incremento en la inversión como instrumento, sino su contribución a la productividad factorial global en México”.

Este es un aspecto crucial de toda reforma: que se produzca efectivamente una correlación positiva entre contar con más ingresos públicos y alcanzar objetivos de crecimiento. Esto no depende solo de recaudar más, sino de invertir mucho mejor allí donde más impacte la productividad y la economía formal.

Dicho de otra manera: si no hay un verdadero cambio en la estructura del gasto público y en la forma como se ejerce, cualquier modificación fiscal será un fracaso en términos del propósito esencial.

Esta es la gran paradoja: para que sea un éxito político, basta que sea aprobado en el Legislativo. Para que sea un éxito económico necesita una reforma en el gasto que meta en orden a quienes lo ejercen (federación, estados y municipios), haga productiva la inversión pública y estimule el crecimiento del país y los estados. No hay de otra.

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