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Los mártires de Tacubaya

El 10 de abril de 1859, la batalla de Tacubaya se desarrolló con energía sobre las lomas cercanas a las casas de campo de los ricos de la capital. Santos Degollado huyó, dejando a un contingente de seguridad para alejarse de las fuerzas de Leonardo Márquez. 

El contingente que resistió a Márquez sucumbió inexorablemente a la superioridad numérica de los conservadores. Hubo decenas de muertos y heridos. Los soldados que se rindieron fueron llevados a la casa del arzobispado en Tacubaya, donde pasaron sus últimas horas en una espantosa agonía por el abuso del ejército triunfador.

Desde la iglesia de San Diego en Tacubaya, Miramón dio la orden de fusilar a todos los oficiales y soldados liberales que intervinieron en la contienda. 

—Dicen que están fusilando a los oficiales liberales. Leonardo Márquez es una bestia asesina —dijo Juan Díaz Covarrubias, mientras lavaba sus manos para iniciar la curación de un niño rubio (que había sido herido por andar de curioso cerca de la contienda).

—No es Márquez el que ordenó esto, Juan. ¡Es Miramón!

—¡Maldito asesino! ¿Cuándo los liberales hemos hecho algo así? Al mismo Osollo lo curamos de un brazo cuando fue herido. Los heridos no tienen patria ni partido. Se les cura por humanidad, y punto.

Abelardo descansaba en un rincón del cuarto, mientras Juan Díaz curaba las heridas de bala en la pierna del muchacho.

—Te voy a sacar la bala, muchacho. Muerde este cuero y pórtate como un valiente. Es mejor que llores por esto cinco minutos, a toda una vida por perder una pierna. ¿Qué prefieres, eh? 

—Adelante doctor. No lloraré.

Juan Díaz inició la curación. El muchacho apretó fuerte los dientes y resistió el dolor. Cuando Díaz tenía la bala ensangrentada en sus pinzas, un piquete de soldados entró al salón gritando improperios soeces.

—Agarren a ese hijo de la chingada y me lo fusilan ahorita mismo —dijo el mismo teniente que había victimado al general Marciano Lazcano.

—¿Qué les pasa? Soy un médico. En estos momentos yo no soy liberal ni conservador, soy un galeno neutral que salva vidas, independientemente de quién sea el herido. A eso se le llama humanidad y misericordia.

El enclenque general, moreno como carbonero, miró con odio inaudito al galeno que le hablaba en un español fuera de su alcance. Las órdenes del general Márquez eran matar tanto a doctores como enfermos. A él sólo le tocaba obedecer. En su embrutecido y pequeño cerebro no había espacio para la duda o los remordimientos.

—A mí me vale madres quién seas y a quién cures. Ahorita te mueres, pendejo.

La boca de Juan Díaz fue reventada por un violento culatazo que lo mandó atarantado al suelo. Sus instrumentos de curación cayeron junto con él, ante los ojos horrorizados del niño. 

—Déjenlo, que sólo es un médico. Llévenme a mí en vez de a él. Yo sí soy liberal y con mis propias manos mataré a Márquez o a Miramón si salgo de aquí —, gritó Abelardo, desde su improvisada cama.

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Crispín Escalante, el enclenque soldado, lo miró con odio y le respondió:

—Ahorita regreso por ti, pinche descalabrado pendejo.

En el patio del arzobispado, Juan Díaz limpiaba la sangre de su boca mientras pedía clemencia a sus ejecutores.

—¿Qué clase de hombres son ustedes que fusilan médicos? 

—Las  órdenes se ejecutan, no se discuten —respondió el teniente Crispín, encendiendo un cigarrillo.

—Déjenme despedirme de mis amigos.

—No hay tiempo.

—Necesito un padre para confesarme.

—Como una chingada, ¿no entiendes que no hay padrecito ni tiempo? 

—Entonces déjenme escribir unas líneas a mi familia.

—¡Que no! 

Juan Díaz Covarrubias entregó su casaca, dinero y reloj al oficial que lo iba a victimar. Este, apenado por el gesto de humildad, lo tomó sin responder nada.

Con lágrimas en los ojos, Juan Díaz se arrodilló para recibir la descarga. Crispín dijo el anunciado: ¡preparen, apunten, fuego! Nadie disparó. Lo repitió de nuevo y fue lo mismo. Al tercero, él mismo y un tímido soldado abrieron fuego y destrozaron el pecho del “Mártir de Tacubaya”.

—¡Bola de putos! A la siguiente que me desobedezcan, yo mismo los fusilo a todos.

El cuerpo de Díaz Covarrubias fue arrastrado por los pies, con el pecho haciendo contacto con la loza del patio del jardín. Una estela púrpura dibujó el camino hasta la macabra pila de cadáveres.

Dos horas después, uno de los soldados reportó que el poeta aún respiraba. Uno de los soldados se acercó a la pila de cadáveres para destrozar, con cinco culatazos, el cráneo del genio de letras.

La masacre continúa lentamente por la madrugada. Abelardo escucha al licenciado Agustín Jáuregui reclamar que había sido sacado injustamente de su casa en Mixcoac, porque alguien dijo que traía algo contra Miramón. Con horror, Sebastián mira a Jáuregui con sus pantuflas y ropa de dormir ser arrastrado al paredón sin cuestionarlo. La sangre fluye a ríos en la matanza de Tacubaya.  

Abelardo sabe que si no se escapa en ese momento, su muerte será inevitable. Con sigilo sigue a un soldado que se para a orinar en una arboleda del enorme jardín. Con una llave china deja a su oponente fuera de combate. Cinco minutos más tarde, con el mismo uniforme y rifle del soldado enemigo, abandona la casa del arzobispado gritando que afuera debe haber más liberales cobardes a quienes  matar. Su audacia y sangre fría tienen su recompensa. Quince minutos después se pierde por las lomas de Tacubaya, huyendo hacia Santa Fe.

La matanza de Tacubaya dejó 53 muertos y algunos desaparecidos. Este crimen atroz de los conservadores perseguiría hasta el fin de sus días a los tres M: Miramón, Mejía y Márquez. Miramón y Mejía, junto con Maximiliano, pagarían con sus vidas en el cerro de las Campanas en Querétaro.  Márquez, moriría en Cuba, en su cama, asistido por sus seres queridos, casi llegando a los cien años de edad.

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