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Los libros y el FCE

México es un país donde se lee poco: quizá 2 libros al año por persona, cifra muy baja si se compara con los 25 o 30 que se leen en Finlandia y Japón, o los 17, en Estados Unidos. Aún así, las cosas podrían estar peor si no hubiese existido el Fondo de Cultura Económica (FCE), la gran editorial mexicana que este año cumplió 80 años. Por la trascendencia de esta institución, conviene repasar la efeméride como un ejemplo de buena política cultural que alguna vez tuvo este país.

Por allí de 1984, el entonces director del Fondo, Jaime García Terrés recordaba algunos de los hechos acontecidos en México en 1934:

Como se puede advertir, el nacimiento del FCE no fue una noticia que llamara la atención de la prensa de la época, entre otras razones, porque su objetivo general era más bien modesto –traducir y editar libros para la naciente escuela de Economía de la UNAM– y, porque nadie se imaginó que este proyecto alcanzaría tal densidad intelectual y relevancia cultural en México e Hispanoamérica: por donde quiera verse, no es un logro menor en la historia editorial y cultural iberoamericana.

Hay al menos tres rasgos sobresalientes en la genética del Fondo de Cultura Económica. Durante los años treinta del siglo pasado, México apenas empezaba a buscar un destino entre un pasado que no terminaba de morir y un futuro que no acababa de nacer: había hecho una revolución, pero aún no construía un país; era una nación, mas todavía no era un estado; era independiente, pero vacilaba en la forma de afrontar su independencia. Su narrativa dominante –o dicho de otra forma, su discurso oficial– estaba envuelta en el lábaro patrio, una mezcla de mitología heroica, nacionalismo radical, cierta dosis de timidez, desconfianza a lo externo y escasa claridad sobre cuál era el lugar que quería ocupar en un mundo sumido en las incertidumbres del periodo de entreguerras y los saldos de la Gran Depresión.

Entre los pliegues de esa construcción, los fundadores del FCE, miembros notables de la élite intelectual de la nación encabezados por Daniel Cosío Villegas, vieron la necesidad de impulsar nuevas disciplinas académicas, formar profesionistas especializados en ellas y, en consecuencia, tener acceso a textos y autores que no estaban traducidos al español.

Pero como quien “solo sabe economía –según decretaba John Stuart Mill– sabe muy poca economía”, pronto el FCE amplió sus alcances e intereses a la sociología, política, historia, antropología, derecho, literatura, arte, ciencia y filosofía, con el fin de extender los horizontes intelectuales e incrementar la oferta editorial.

Tal combinación produjo, con el tiempo, una revolución virtuosa sin la cual no se explica ni la modernidad mexicana –cualquier cosa que se entienda por esta–, ni la educación intelectual de varias generaciones, ni el desarrollo del pensamiento tanto mexicano como hispano. Este es pues el primer rasgo distintivo de esta editorial.

La segunda nota insigne tiene que ver con la profunda tradición histórica, moral y política mexicana del asilo y solidaridad. Como país de acogida, México abrió sus puertas, y se benefició poderosamente de ellos, a miles de exiliados españoles que salieron de su nación tras la guerra civil y la instauración de la dictadura franquista. Entre ellos estaban algunas de las mentes más exquisitas y sofisticadas en las ciencias sociales, filosofía y literatura europea; académicos que, primero, contribuyeron con la creación de la Casa de España, transformada más tarde en El Colegio de México, y luego, enriquecieron la producción del Fondo.

Y la tercera cualidad fue su vena latinoamericana e hispana, a todas luces precursora. Dada la trayectoria académica de su fundador, que había estudiado en E.U.A., podría pensarse que el FCE poco se ocuparía del itinerario intelectual de América Latina. No fue así. El propio Cosío Villegas inoculó la impronta latinoamericana mediante, por un lado, la apertura de la primera sucursal de la editorial en Buenos Aires, en 1944 (más tarde nacieron la de Santiago de Chile en 1954 y la de Madrid en 1963). Y por otro, con la atracción de, ya como autores, algunos de los intelectuales latinoamericanos más importantes de la época.

Ocho décadas más tarde, el mundo editorial transita hacia un modelo cuyos rasgos y perfiles aún no se perciben con claridad, pero que seguramente será distinto a lo que hasta ahora se conoce. Nadie sabe a ciencia cierta lo que le depara al libro, el cual está amenazado por los exiguos hábitos de lectura y las costumbres de la vida hipermoderna; por los cambios derivados de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información; por las nuevas concentraciones empresariales y oligopolios multimedia; y peor aún, por la mala literatura, los pésimos autores, los impuestos, la banalización y la frivolidad que revolotea sobre la buena cultura.

Todo esto, para quienes aman los libros y están convencidos de que estos, en cualquier formato, son indispensables para una vida mejor, pinta un fresco aterrador. Por esta razón, casas editoriales como el FCE ofrecen cierta esperanza de que el libro sobrevivirá y será la última llama antes de que el mundo se apague.

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