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Pinceladas de historia: La muerte de Pedro de Alvarado

Por Alejandro Basáñez Loyola
Autor de las novelas históricas: México en llamas; México desgarrado; México cristero; Tiaztlán, el fin del imperio azteca; y Santa Anna y el México perdido, de Ediciones B.
a.basanez@hotmail.com
Twitter @abasanezloyola

Don Pedro de Alvarado, el famoso conquistador de Tenochtitlan, conocido por los mexicas como Tonatiuh, el sol, sería llamado veinte años después de la conquista de México por el virrey Antonio de Mendoza, para que pusiera orden a la revuelta de reconquista comandada por el indio caxcán Tenamaztle en Apozol, Zacatecas. Tomado de mi novela Tiaztlán II, aquí les describo su muerte.

Aquella soleada mañana del 24 de junio de 1541, el Cerro del Mixtón (‘trepadera de gatos’) se divisó imponente en el verde paisaje zacatecano. El cerro parecía una enorme roca con forma piramidal y  mil caminos labrados a mano en sus laderas. Era un lugar ideal para esconderse, esperar el ascenso del enemigo y desde las alturas, aplastarlo con una lluvia de rocas y flechas. El sitio contaba con profundas cuevas que se convertirían en escondites para los líderes del Mixtón, en caso de que los castellanos llegaran a sangre y fuego hasta la cima.

El Adelantado Pedro de Alvarado mandó a un emisario con el mensaje de rendirse. Tenamaztle contestó que nadie se rendiría y que los españoles debían prepararse para morir. El capitán sonrió escéptico, mandando de regreso al mensajero con la sentencia de muerte de todos los caxcanes.

La hueste española, conformada también por cientos de indios purépechas aliados, se lanzó con todo, subiendo lentamente las peligrosas laderas del cerro. Miles de caxcanes aparecieron de repente, matando y dejando cadáveres regados. De las albarradas lanzaban de todo: dardos, flechas, piedras, bolas de fuego, cadáveres y excremento.

—¡Furia de Dios! Son miles y parecen multiplicarse como los peces de Cristo— gritó el Adelantado.

—¡Ataquemos de nuevo!— dijo el capitán Falcón, cabalgando hacia el frente. Al ascender unos metros, una enorme piedra le destrozó la cabeza y los hombros, matándolo al instante. El capitán Juan de Cárdenas ensartó a un caxcán como mariposa. La tropa celebró el embate del valiente. De pronto, desde un árbol, se le lanzó encima un indio ágil como un gato de monte: era Toxcatl, quien cercenó la cabeza del castellano con su mortal daga. Demasiado tarde, Alvarado entendió que Cristóbal de Oñate tenía razón sobre la peligrosidad de los rebeldes y ordenó la retirada. El descenso no fue menos fácil y en la empresa murieron más de treinta españoles.

Los sobrevivientes intentaron descansar a unos kilómetros del peñón, pero las huestes de Tenamaztle los persiguieron para rematarlos. El Adelantado ordenó la huida, la cual se complicó al agarrar unas veredas resbalosas en el ascenso a una colina. Los jinetes tuvieron que descender de sus monturas y continuar a pie con el caballo a su lado. El único que, presa del miedo, prefirió subir la ladera con su caballo, fue el escribano Baltasar de Montoya, quien iba adelante de Alvarado. Cuesta arriba, Montoya perdió el control de su caballo y se fue hacia atrás, aplastando a don Pedro, quien sintió el crujir de sus costillas, las cuales apretaron los órganos vitales como si fueran las garras de un buitre. En el suelo, con la respiración agitada y sintiendo que la vida se le iba, exclamó:

—Esto se merece quien trae consigo tales hombres como Montoya… No conviene que sepan que ya me mataron. Quítenme la armadura y sigan huyendo. Si saben que he muerto, ustedes también morirán.

Perdió el sentido por varios minutos. Al volver en sí, se dio cuenta de la magnitud de su tragedia y se preparó mentalmente para su partida con el Señor.

—¿Qué le duele capitán?— preguntó Montoya con ojos aterrados.

—Me duele el alma. Llévenme a donde confiese y la cure con la resina de la penitencia y la lave con la sangre de nuestro Redentor.

—Se va a poner bien, capitán. Ya verá.

—¡Sea loado Dios! Yo me siento fatigado y mortal, conviene que con la brevedad posible me lleven a la ciudad para ordenar mi alma.

Fue llevado sobre un pavés al pueblo de Atenguillo. Sufrió una lenta agonía de diez días, lo que le permitió ordenar sus ideas para despedirse de familiares y amigos, además de repartir su herencia entre sus descendientes.

El Sol de Tenochtitlan se apagó para siempre el 4 de julio de 1541. Su cuerpo fue enterrado en la iglesia de Tiripetío, Michoacán. En 1568 su hija, Leonor Alvarado Xicoténcatl, trasladaría sus restos y los de Beatriz de la Cueva a la Catedral de San José, en la Antigua Guatemala.

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