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La misa que perdonó todos los pecados 

Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas históricas México en llamasMéxico desgarradoMéxico cristeroTiaztlán, el fin del Imperio Azteca, de Ediciones B.

a.basanez@hotmail.com

Twitter @abasanezloyola

En el Cerro del Cubilete, el más alto de la sierra de Guanajuato, se llevó a cabo el 11 de enero de 1923, la entronización de Cristo Rey ante la presencia de más de cincuenta mil personas (todas ellas organizadas en perfecto orden) y ante los brazos cruzados y miradas aburridas de trescientos dragones del 45 regimiento, los cuales fueron enviados por el gobierno de Álvaro Obregón para impedir tumultos y violencia.

Era increíble contemplar desde la base del cristo de la montaña, cómo se desarrollaba el milagro de haber reunido a más de cincuenta mil individuos en un solo punto, sin contar con las instalaciones y recursos básicos para hacerlo. Era admirable cómo los habitantes de Silao, solidariamente, se las habían ingeniado para abastecer a los fuereños de comida, agua, hospedaje, ropa, colchonetas, cobijas, cojines, muebles, baños y todo lo necesario para que pudieran estar en este histórico momento: monseñor Filippi perdonaría cualquier pecado, fuera el que fuera, con solo asistir a la bendición y misa del sagrado monumento.

«El gran desafío al gobierno de Obregón ocurrió cuando el arzobispo de Bulgaria y enviado apostólico del papa, el mencionado monseñor Ernesto Filippi, ofició una misa al aire libre»

El obispo Miguel María de la Mora, de San Luis potosí, terminó su participación en la ceremonia con la emotiva mención de un interesante pasaje bíblico en el cual Pilatos presenta a Cristo ante su pueblo como el rey de burlas; todo lo contrario a aquel momento, cuando sus adoradores lo consagraban sobre la majestuosidad de aquella cima como el triunfante señor de los pueblos, el invicto señor de México. Al final de dicho sermón, se escucharon imponentes los cantos en coro de miles de feligreses reunidos en todo lo largo del sinuoso camino del cerro. Cantaban: Santo, santo, Señor Dios de los ejércitos… haciendo que la piel de todos los congregados se erizara de emoción colectiva.

El gran desafío al gobierno de Obregón ocurrió cuando el arzobispo de Bulgaria y enviado apostólico del papa, el mencionado monseñor Ernesto Filippi, ofició una misa al aire libre. Con esto, violó la ley que prohibía a sacerdotes extranjeros oficiar ceremonias religiosas en México, y mucho menos, fuera de un templo y sin autorización. El enviado apostólico ofreció una indulgencia plenaria a todos los que asistieran al evento. Sin importar la magnitud de los pecados, quienes estuvieran presentes en la inauguración y bendición del sagrado monumento, serían perdonados y sus almas quedarían más limpias que las de un recién nacido.

Los agentes del gobierno estaban a punto de suspender todo y llevarse al padre Filippi; sin embargo, la situación era muy tensa. Las fuerzas concentradas en la cima del cerro recibieron órdenes de no hacer nada, pues suspender el suceso y detener al cura desataría la violencia. El arzobispo Francisco Orozco y Jiménez buscaba ya a Los mártires del Cubilete. Al terminar la misa, la gente comenzó a retirarse satisfecha por el pacífico desarrollo de los hechos.

Horas después, cuando el padre Filippi se encontraba tranquilo descansando en la estación del tren en León, fue visitado por agentes especiales del gobierno. El delegado apostólico recibió un telegrama del Gobierno de la república, en el cual se le notificó su expulsión definitiva del país. Fue obligado a viajar al Distrito Federal y de ahí, como delincuente, a Veracruz, con las instrucciones y sentencia de que jamás volviera a poner un pie en México.

El Vaticano se escandalizó. ¿Quién se cree ese Obregón para expulsar a un ministro del papa como si fuera un bandido o un terrorista? El presidente de los Estados Unidos, Harding, se reía nerviosamente del hecho, midiendo los alcances de un héroe de guerra que no estaba dispuesto a que lo desafiaran sin que hubiera consecuencias. No me importa la aprobación de Estados Unidos, si por ahí me quiere presionar Harding. Ese padrecito se me va directito al diablo”, dijo Obregón estoico desde el Castillo de Chapultepec.

Al día siguiente, el clero mexicano manifestó públicamente su indignación y repudio por el súbito destierro del prelado. Pero el obispo de León, Emeterio Valverde y Téllez, congregó a todos los sacerdotes para informarles que “la determinación del Gobierno de arrojar del país a monseñor Filippi es el primer milagro que nos hace Cristo Rey desde su monumento nacional. Sin lugar a dudas, Emeterio Valverde estaba convencido de que los acuerdos del delegado papal con el Gobierno, lastimaban de muerte el interés de la iglesia mexicana. Lo mismo pensaba el padre Bergöend.

Bernardo Bergöend, jesuita, francés de nacimiento, fundó en México la ACJM (Asociación Católica de la Juventud Mexicana); valiente y suicida agrupación, de la cual surgieron mártires como Anacleto González y José de León Toral, quienes cambiaron su vida por ganarse el cielo. Él, filósofo de la Cristiada, juzgaba que la política del Vaticano iba en contra de la relación de la Iglesia con el Estado. Decía que los asuntos del país debían arreglarse a la mexicana, y este arreglo fue ni más ni menos que la sangrienta Guerra Cristera, la cual dejó sembrados en el Bajío miles de cadáveres de católicos y federales.

El 30 de noviembre de 1928, por órdenes de Plutarco Elías Calles, el cristo del Cerro del Cubilete fue dinamitado. El cristo actual, que está ahí desde 1944, mide 20 metros de alto y pesa 80 toneladas.

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