Por Nadine Cortés
Hay mujeres que no ocupan titulares, que no lideran desde púlpitos ni altavoces, que no se apropian de la palabra como conquista, sino que la ofrecen como hospitalidad. Mujeres que no gritan para ser escuchadas, sino que generan el silencio necesario para que otras se animen a hablar. Ellas no pretenden cambiar el mundo desde el gesto heroico, sino desde la constancia discreta de lo cotidiano, ese territorio donde lo importante no siempre se nota, pero siempre se siente.
Durante demasiado tiempo, a las mujeres se nos ha dicho —con voz suave o con mandato estruendoso— que entre nosotras no se puede. Que el desacuerdo es inevitable, que la cercanía lleva a la comparación y que la comparación acaba, casi siempre, en rivalidad. A lo largo de generaciones, se ha repetido como advertencia una frase resignada: “trabajar entre mujeres es lo peor”. Y, sin embargo, cada vez que un grupo se forma desde la complicidad y no desde la sospecha, se desmiente esa profecía. Sin alardes. Sin ruido. Pero con una persistencia que desmonta incluso las ideas más arraigadas.
Una mujer que convoca a otras no lo hace solo desde una causa o una consigna. Lo hace, sobre todo, desde una mirada: esa forma de ver el mundo que reconoce en la otra una posibilidad de expansión y no una amenaza. Su liderazgo no se impone: sostiene, escucha, abre. No busca brillar sola, sino encender luces en torno suyo. Entiende que el poder real no se acumula, se comparte.
Nadine Cortés, nueva directora de Relaciones Internacionales en Guadalajara
Cuando ese gesto se replica, cuando el grupo se vuelve posible y se sostiene en el tiempo, emerge algo profundo: no solo organización, sino comunidad. No solo eficiencia, sino vínculo. Grupos de mujeres que trabajan juntas, piensan juntas, avanzan juntas —y, sobre todo, se quedan juntas incluso cuando hay roces, cansancio o desacuerdo. Porque en esos espacios, el desacuerdo no significa ruptura: significa proceso.
Simone Weil decía que la atención es la forma más pura del amor. Y tal vez por eso el trabajo colectivo tiene tanto que ver con la escucha: con esa disposición a estar presentes incluso cuando no hay certezas. No se trata de idealizar la colectividad, sino de entender que hay una inteligencia que surge solo cuando los cuerpos y las mentes se ponen en relación, cuando se construye no desde el ego, sino desde lo común.
En un tiempo que glorifica el brillo individual y la competencia como motor del mérito, elegir la colaboración es un gesto profundamente filosófico. Es creer que el otro no es un obstáculo, sino la condición misma del pensamiento y la acción. Hannah Arendt lo formuló con claridad: solo actuamos realmente cuando lo hacemos en lo público, es decir, en lo compartido. Es en el entre que aparece lo nuevo.
Guadalajara: Liderazgo que transforma la región y conecta con el mundo
Las mujeres que forman comunidad contravienen, a su manera, una norma no escrita: la que dictamina que cada una debe arreglárselas por su cuenta, que el éxito se mide por la distancia que logramos tomar respecto a las demás. Y, sin embargo, ellas insisten. Se encuentran. Se escuchan. Se acompañan. Saben que no siempre será fácil. Pero también saben que ese espacio compartido vale la pena, porque demuestra, una y otra vez, que sí se puede.
A lo largo de la historia, las que tejieron redes fueron a menudo invisibles. A veces, la cultura las convirtió en amenaza. Así ocurrió con las amazonas de la mitología griega: mujeres organizadas entre sí, autosuficientes, sin necesidad de tutela. Eran el símbolo de una hipótesis que ninguna polis quería aceptar: la posibilidad de una alianza femenina autónoma. Por eso, en los relatos, eran vencidas o convertidas en leyenda. Como si la única forma de tolerar su existencia fuera domesticarla con un final trágico.
Pero el mito, como toda fábula, revela más de lo que oculta. Las amazonas no eran temidas por su fuerza física, sino por lo que representaban: la alternativa. Eran una idea radical convertida en personaje. Hoy, esa idea sigue viva —aunque ya no cabalgue en los márgenes del mapa, sino en los márgenes de la norma. En las aulas donde se enseña sin imponer. En los espacios de trabajo donde se coopera sin jerarquías rígidas. En las cocinas, los barrios, las mesas donde se planifica en común.
La amazona contemporánea no se define por el combate, sino por la capacidad de sostener. De quedarse. De insistir. Su fuerza no está en la lanza, sino en el vínculo. En la elección diaria de construir lo colectivo como una práctica y no como una consigna.
Quizá no haya hazaña más revolucionaria que esa: una comunidad que se sostiene. Una historia que no termina en tragedia, sino en permanencia. Un grupo que, contra todo pronóstico, decide seguir.
Lo sé porque lo he vivido. Formo parte de un grupo de mujeres que se hace llamar Amazonas, liderado por la primera presidenta de Guadalajara. En ese espacio, la metáfora se volvió realidad: una red de trabajo, apoyo y complicidad que desmiente cada día el mito de que no podemos estar juntas. No como excepción, sino como camino. A todas las que sostienen, a las que crean espacio para las demás, a las que se quedan: gracias.
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