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La demagogia del agua

El estrés hídrico que presenta Aguascalientes sitúa a la entidad en estado de alerta.

De manera cíclica, al menos desde 1995, en periodos electorales (o previos a ellos), los partidos y los aspirantes o candidatos a cargos de elección popular suelen lucrar con el tema de la concesión del agua en Aguascalientes. Desde ese punto de vista, se entiende que puede tener cierta rentabilidad política. Lo que es alarmante es que, en pleno siglo XXI, los actores públicos no sean capaces de comprender de una manera más estratégica, fina y sofisticada los problemas de fondo para el desarrollo del estado a largo plazo, como es el caso del agua.

Pongámoslo de la siguiente forma: la escasez de agua en la capital y en consecuencia, en el área de mayor concentración urbana, demográfica y económica de la entidad no es un problema de carácter administrativo, sino de visión integral y de decisiones políticas muy complejas. Por tanto, hay que identificar que es indispensable combinar al menos dos cosas: revertir la terriblemente mala distribución del líquido entre el sector agropecuario y las ciudades; y ponerle precios reales al consumo de un recurso vital y finito. Es decir, el quid del asunto es de gestión pública, de patrones de consumo y de mecanismos de mercado. Veamos.

Aunque desde mayo de 1963, cuando se expidió el Decreto de Veda para el estado de Aguascalientes, se advertía en sus considerandos que en la entidad se habían “venido realizando en forma excesiva alumbramientos de aguas subterráneas” y que, de no ser controlados debidamente, “dichos alumbramientos abatirían los niveles de los acuíferos”, esta situación se deterioró consistentemente a un ritmo estimado de tres metros anuales durante las últimas casi cinco décadas.

Sin embargo, a pesar de que ese proceso quizá debió modificar los patrones de consumo de agua por sector, los desequilibrios subsistieron. Hoy, los sectores industrial y de servicios aportan más del 95 por ciento del PIB estatal, generan una proporción equivalente de empleo y consumen poco más del 2 por ciento del agua frente al sector primario que produce ya menos del 5 por ciento del PIB y 2.6 por ciento de los empleos, pero consume el 80 por ciento del agua disponible, es decir, un porcentaje cercano al de los años sesenta cuando este mismo sector aportaba el 40 por ciento del empleo y el 25 por ciento del PIB estatal.

Más aún: en las tierras de riego –buena parte de las cuales se destinan a cultivos forrajeros- alrededor del 50 por ciento del agua utilizada no es aprovechada adecuadamente debido a una elevada evaporación y a la ineficiencia en los sistemas de conducción, para cuya modernización hay pocos incentivos por la baja rentabilidad y competitividad de los cultivos tradicionales, la desorganización de los usuarios y, sobre todo, porque la vocación del estado cambió con los años irreversiblemente.

Por otro lado, en la gestión eficiente del agua, como lo ha señalado bien la OCDE, hay un tema de carácter conceptual: en un contexto de recursos escasos, el Estado debe concentrarse en aquellas tareas que éste solo puede desempeñar –sobre todo educación, salud y seguridad- y estimular un esquema de coparticipación con el sector privado para prestar otros servicios públicos en mejores condiciones de cobertura, calidad y oportunidad. La evidencia sugiere que, en la medida en que el agua fuera gradualmente alcanzando precios reales, el consumo tendería a un comportamiento económicamente racional, esto es, se moderarían los niveles de abastecimiento y, por ende, la extracción. Esto es exactamente lo que pasó: por la vía del alineamiento tarifario, los consumos han tendido a ser menores; pero por la falta de ellos en el campo, el derroche sigue siendo alto. Allí reside el centro del problema estratégico.

Hoy existe una aceptación generalizada en el mundo en el sentido de que el asunto del agua es ya de seguridad nacional. En la extendida idea de que el agua es un “bien libre y gratuito”, un “derecho humano y universal” o un “servicio social” subyace, sin embargo, una seria confusión teórica, política, económica y ambiental. Es evidente que para que se produzca una política pública sostenible es indispensable que incluya cambios en otros sectores, aunque estos deban ser graduales y en el mediano plazo.

En este sentido, debe reconocerse que el problema toral en el caso de Aguascalientes es que hay una distribución muy perversa del líquido. Como dice la experta Sandra Postel: “es en el sector agrícola donde una tarifación adecuada adquiere la máxima importancia puesto que el agua de riego que se derrocha constituye la reserva más grande con que se cuenta (…) A menudo, los gobiernos construyen, mantienen y gestionan infraestructuras de riego con fondos públicos y sin cobrar apenas a los agricultores esos costosos servicios. Los usuarios de agua de riego de México, por ejemplo, pagan solo una media de 11% del costo total de la misma”.

En otras palabras, la asignación desproporcionada de agua a las actividades primarias en Aguascalientes es la principal amenaza a la sustentabilidad del recurso. Las razones son claras. En la actualidad, los gobiernos se enfrentan al dilema de cómo hacer compatible la prestación de servicios básicos en condiciones de oportunidad, cobertura y calidad suficientes, financieramente sostenibles y ambientalmente sustentables con la necesidad de lograr una convivencia urbana equilibrada y armónica.

No es con discusiones estériles ni decisiones irresponsables como se va a enfrentar la cuestión del agua, sino con visiones innovadoras, globales y decididas.

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