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La competitividad estatal: ¿cómo medirla y qué hacer?

Desde hace unos quince años, medir la competitividad estatal se volvió un área de análisis más o menos especializada. Diversos think tanks y, más tarde, varios organismos privados se dieron a la tarea de hacerlo con muy variada fortuna; pero en todo caso, reuniendo información que ya era pública, generada principalmente por instituciones gubernamentales. Si el uso de dicha información estuviera esencialmente dirigida al diseño, formulación y ejecución de política pública, bien; sin embargo, esto no ocurre en todos los casos y esa iniciativa ha sufrido una cierta devaluación técnica, es decir, metodológica, así como una relativa dispersión y distorsión de sus resultados. En otras palabras, salir bien o mal no ha servido para mejorar las cosas. ¿Por qué?

Partamos de lo siguiente: en una perspectiva nacional, el poder presupuestal y político de los gobiernos estatales no está generando un alto valor agregado en la producción de bienes públicos como el crecimiento, la competitividad, la eficiencia de la gestión pública o la transparencia y sí, en cambio, está creando incentivos para la ejecución de políticas públicas de bajo impacto y de prácticas políticas que no contribuyen a mejorar la calidad de la democracia.

Dicho de otra forma: el fortalecimiento de los procesos de descentralización del que los estados se pueden seguir beneficiando en el futuro, pasa necesariamente por el establecimiento de un nuevo marco institucional de indicadores y reglas para medir la eficacia de las administraciones estatales, modernizar las formas de asignación de los presupuestos públicos y evaluar los resultados reales.

Si gobernar es presupuestar, según asentaba Michel Rocard, la primera variable tiene que ver con el inédito volumen de recursos financieros del cual ahora disponen los gobernadores y su relación con la eficiencia del gasto y la gestión pública. Todos los gobernantes locales suelen reclamar más dinero a la federación. Negocian, día con día, recursos y obras. Cabildean ante los diputados, muchos de los cuales fueron impulsados por ellos, el aumento de fondos y transferencias o la inclusión de proyectos en los presupuestos anuales. Emiten bonos para allegarse más recursos o contratan deuda con muy variados intermediarios financieros.

La lógica económica diría que ese volumen de recursos inyectados se traduce normalmente en inversión pública y esta, a su vez, en un factor de crecimiento económico; pero en la práctica, no ocurre así.

Es cierto que parte de la explicación reside en la pérdida de competitividad del país por falta de innovación, baja inversión en I+D, la rigidez y los defectos del mercado laboral o los problemas institucionales y de inseguridad, que son políticas federales y en algunos casos están compartidas con los gobiernos estatales. Pero también es verdad que, además de la negligencia local en temas como infraestructura, educación o seguridad, ese gasto no se tradujo en inversión productiva porque fue a parar a proyectos ineficientes, ejecutados en muchos casos sin planeación estratégica alguna, en una coyuntura electoral determinada, bajo presión clientelar o simplemente porque así lo decidieron los gobernadores.

Suele aceptarse que en política lo único que cuenta son los resultados. De acuerdo, pero ¿cuáles? Si la evidencia de una gestión pública competente es lograr mayores niveles de bienestar mediante la provisión de distintos satisfactores a la sociedad, entonces el desempeño que muestran los estados es sencillamente mediocre, todo lo cual sugiere que, en muchos casos, los gobiernos estatales y municipales recibieron más participaciones, transferencias e inversiones físicas federales; generaron mayores ingresos propios y se endeudaron más; pero todo eso no se tradujo en crecimiento económico relevante, en disminución de pobreza o en aumento de la competitividad.

Este es el aspecto central de la discusión: en términos de hacer gestiones efectivas y ofrecer resultados exitosos en materia de bienestar a la población, no está claro cuál es el valor agregado del enorme poderío político y presupuestal que los gobernadores han alcanzado en el México de la alternancia.

Por último, pueden formularse algunas conclusiones:

En suma, el problema central ya no es, ahora, de medición de la competitividad estatal. Todos, en mayor o menor medida, saben muy bien lo que tienen qué hacer si quieren generar productividad, crecimiento y bienestar. El problema central es político y de economía política: ¿cómo crear los incentivos correctos para que puedan generar un genuino desarrollo? Por ahora no hay una respuesta, pero está claro que esa es la pregunta pertinente.

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