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La caída del último tlatoani

Con espanto, Tezcacoatl vio al ejército de Hernán Cortés avanzar incontenible hacia las barricadas de Tlatelolco. Sabía que Cuauhtémoc había cometido un error fatal al no presentarse a la comida para pactar la paz. Los teúles lo habían tomado como un ultimátum cumplido. El fin de Tenochtitlán iniciaba.

Alvarado y Cortés lanzaron a las huestes tlaxcaltecas a emborracharse de sangre azteca. Su sueño de venganza contra los odiados mexicas finalmente se cumplía.

Como pudo, Tezcacoatl avisó a sus hijos Tzilacatzin, Xochihuitli y Tzutzuma que corrieran hacia la playa norte del islote. Arrojarse al agua era la única posibilidad de salvarse.

Tzilacatzin gritó fuera de sí que él no era un cobarde para huir y, con determinación, apretó su macuahuitl para hacer frente al enemigo que se acercaba entre las calles.

—¡Ven conmigo, hijo! No podrás enfrentar a todos. ¡Salva tu vida!

—Lo siento, padre, si he de morir, moriré matando a Malinche para ganarme orgullosamente el Mictlán.

Con desesperación, su padre hizo el último esfuerzo para hacerlo desistir, pero todo fue inútil. Tzilacatzin lo abandonaría para ir a desafiar a las hordas castellanas y enfrentar a la muerte.

Si Tzilacatzin ya era de por sí el terror de los españoles, ahora se inmortalizaría llevándose a muchos más al Mictlán. Su fama de guerrero invencible lo marcaría en la historia de la caída de Tenochtitlán.

Tezcacoatl tuvo que reaccionar ante ese estancamiento de segundos. Tomó del brazo a sus otros dos hijos que ya dudaban en alcanzar a Tzilacatzin. Al correr junto con Tzutzuma y Xochihuitli por una de las estrechas calles, sus ojos quedaron pasmados al encontrarse con el jinete fantasma, aquel al que los españoles llamaban “Santiago”. Los cascos del caballo golpeaban el piso sin hacer ruido alguno. El vaporoso jinete avanzaba como flotando, hasta perderse entre los aztecas que huían aterrados. Sus pieles se erizaron del terror. Ese “Santiago” era un ente de otro mundo que venía a reclamar sus vidas.

Como pudieron, llegaron al lado de Cuauhtémoc; lo abrazaba nerviosa Tecuichpo, su bella esposa.

—¡Vienen para acá, señor! Huyamos ahora que todavía podemos.

Cuauhtémoc olvidó su espíritu gallardo y, por primera vez, se preocupó por la suerte de sus seres queridos.

—Tomemos la trajinera real. Con un poco de suerte pasaremos desapercibidos y alcanzaremos la costa de Tepeyac.

Al caminar hacia el muelle, Cuauhtémoc se dio cuenta de que faltaba Tlilalcápatl, su adorada madre. Tezcacoatl se ofreció a volver por ella y alcanzarlos, aunque fuera en otra trajinera. Cuauhtémoc y sus familiares subieron. El hábil remero rápido la hizo avanzar entre otras que bloqueaban la salida.

Más tranquilo por haber puesto al tlatoani y sus familiares en la trajinera real, Tezcacoatl regresó en busca de Tlilalcápatl.

Las huestes de Cortés masacraban a los famélicos aztecas, que ya no ofrecían resistencia. Era como golpear cuerpos que apenas se sostenían por sí solos, en un deambular fantasmal, como si se abriera brecha con un machete a través de un cañaveral humano. Con profundo dolor, Xochihuitli contempló horrorizado como dos tlaxcaltecas desmembraban a un bebé. Lo jalaban cada uno de sus extremidades, mientras la pobre madre era violada por otro, jorobado y tuerto.

Presa de furia e indignación, Xochihuitli los sorprendió y les partió la cabeza con su macuahuitl. Su furia ante aquel crimen era tal que, de los asesinos del bebé sólo dejó unas pulpas carnosas, extendidas en tres charcos sanguinolentos.

Al llegar a la casa de Tlilalcápatl, Tezcacoatl la encontró sollozando en un rincón. Frente a ella había cuatro tlaxcaltecas muertos, dos con el cuello destrozado a mordidas, y el resto con golpes de macuahuitl. Un hombre, el que los mató, yacía en el suelo con el pecho atravesado por dos lanzas. Tezcacoatl quedó consternado al reconocer que aquel guerrero, lleno de grueso pelambre y extremidades desproporcionadas, era Tzutzuma, su valiente hijo, que había dado su vida por salvar a la madre del tlatoani.

—¡Me muero, tataj! Me partieron el cor… azón… ah…

Tezcacoatl no pudo decirle todo lo que sentía. Las emociones lo abrumaban. Arrodillado frente a su hijo sólo pudo musitar:

—Descansa en paz, hijo. Que tengas una buena acogida en el Mictlán.

—Salva a Cuauh… témoc… tataj…

—¡Lo sé, konetl! ¡Lo salvaré!

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Tezcacoatl no podía perder más tiempo ahí. El corazón de su hijo estaba destrozado por las lanzas. Ya no había modo de que se regenerara por sí mismo, como ocurría en el prodigioso cuerpo de los seres del Mictlán cuando la herida era leve. Los gritos de los tlaxcaltecas se escuchaban cada vez más cerca. Cerró para siempre con sus dedos los ojos de su amado hijo, y abandonó sigilosamente el lugar con Tlilalcápatl hecha un mar de lágrimas.

Apenas alcanzaron a tiempo la bahía de las trajineras. La nave real había partido minutos antes y se le veía navegar segura a los lejos. Dos cañonazos los espantaron. Eran las últimas casas que los teúles demolían para tomar control absoluto de la última parte de Tlatelolco. Los pocos sobrevivientes fueron arrinconados en la costa norte sin posibilidades de esconderse ni defenderse. Tezcacoatl subió junto con Tlilalcápatl a un sencillo acali y huyeron del lugar, siguiendo a la trajinera real. Una vez lejos de la isla, vieron llegar al teúle Sandoval con uno de los bergantines para destruir todos los acalis allí hacinados. El cerco se había cerrado; Cortés finalmente controlaba toda la isla. Tenochtitlán había caído.

Había varios bergantines en el lago, pero era superior el número de canoas y prácticamente imposible para los teúles perseguir a todas. Uno de los bergantines notó a los lejos que una singular trajinera, además de ser más grande y notoria, llevaba gente vestida de diferente manera. El bergantín pasó junto al acali de Tezcacoatl y casi lo voltea. Los teúles los miraron con desdén. Unos viejos pescadores huyendo era algo lógico y sin importancia; sin perder tiempo dieron alcance a la trajinera real para comprobar si era la de Cuauhtémoc.

El español García Olguín, amenazándolos con varios ballesteros, apresó a todos los tripulantes y los condujo a la presencia de Cortés. Cuauhtémoc había sido finalmente apresado.

Cuando Tezcacoatl y Tlilalcápatl se acercaban a la costa de Tepeyac, fueron interceptados por otro bergantín, cuyo capitán reconoció al instante a Tezcacoatl. Su posibilidad de huir se había esfumado.

—No sabes el gusto que le dará al capitán Hernán el que te haya apresado, Tezcacoatl. Cuauhtémoc acaba de ser capturado también. El fin de Tenochtitlan ha llegado.

—¿Qué le han hecho a mi hijo? —preguntó Tlilalcápatl angustiada.

Al traducirles, se sorprendieron de saber que era la madre de Cuauhtémoc, cuando antes juraban que era la esposa del azteca.

—Se encuentra bien, señora. Cortés ha ordenado respetar la vida de Cuauhtémoc y la de todos sus familiares.

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