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La caída de Tenochtitlán

Por Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas históricas: México en llamas; México desgarrado; México cristero; Tiaztlán, el fin del Imperio azteca; Santa Anna y el México perdido; Ayatli, la rebelión chichimeca; Juárez ante la Iglesia y el Imperio. Facebook @alejandrobasanezloyola

Cuando Hernán Cortés fue informado de la captura de Cuauhtémoc, inmediatamente preparó en la plaza central la ceremonia especial de rendición del último tlatoani azteca. La carpa fue rápidamente instalada con una mesa central. En la ceremonia se encontraban el sacerdote fray Bartolomé de Olmedo y alguien que fungía como testigo real del rey don Carlos. Malinche (Cortés) y Malinalli esperaban ansiosos la llegada de Cuauhtémoc, cuando llegamos primero nosotros, bajo la custodia del feroz español que nos había atrapado en el lago.

—¡Vaya! ¡Vaya! Miren a quien traen prisionero también: a Tiaztlán y su familia.

—Son sus hijos y la madre de Cuauhtémoc, señor —señaló oportunamente otro de los españoles.

Malinalli me miraba burlonamente, sin desaprovechar para ver a mi hijo Ayatli, que seguía siendo de su agrado.

—Bienvenido otra vez a mi campamento, Tiaztlán. Como ves, estás por presenciar la rendición de Cuauhtémoc a mis pies.

Después de meses de lucha, he logrado finalmente conquistar Tenochtitlán y a los mexicas. El cielo se encapotaba en lo alto. Era un hecho que un gran aguacero caería pronto sobre Tenochtitlán.

—Era algo que se veía venir, Malinche. Qué caso tuvo que les quitaras la vida a tantos inocentes. Pudiste haber llegado a esto desde semanas atrás. Las demás muertes y destrucción fueron innecesarias.

—Quizá, Tiaztlán. El fin justifica los medios y ahora soy el amo
de México.

Un alboroto se dejó escuchar al inicio de la plaza. Se acercaba Cuauhtémoc férreamente vigilado para la rendición.

Malinche se preparó para recibirlo. Los españoles se acercaron un poco más para no perder un solo detalle del evento. La madre trató de acercarse para cerciorarse que su hijo estaba bien. En el grupo venía su esposa Tecuichpo, acompañada de dos doncellas de la realeza, y mi sobrina Jatziri o María Isabel, como la habían bautizado en Tlaxcala. Pedro de Alvarado la reconoció en el acto y empezó a babear como una fiera al acecho. Jatziri era su mujer y él lo celebraba al verla de nuevo.

Cuauhtémoc y Cortés quedaron frente a frente. La musculatura del tlatoani en comparación con el cuerpo flaco y endeble de Malinche contrastaba notoriamente. Uno era un hombre en la flor de su juventud y el otro un hombre maduro y experimentado que había logrado su cometido. Malinalli se acercó para la traducción. Cortés se intimidaba con las cicatrices del correoso cuerpo del tlatoani. Las cicatrices de guerra de Cuauhtémoc eran la prueba evidente de que era un hombre de armas tomar, a diferencia de Motecuhzoma, que era un hombre de más de cincuenta años que ya no peleaba cuerpo a cuerpo con nadie, cuando Cortés lo conoció.

Cuauhtémoc fue el que se atrevió a hablar primero, rompiendo el silencio que los rodeaba: —Como tlatoani de los mexicas he luchado con todas mis fuerzas por defender a mi pueblo, Malinche. No puedo más. Me avergüenza seguir viviendo y no quiero una vida indigna como la de mi tío Motecuhzoma al final de sus días. No quiero ser tu puta, Malinche. Por favor toma el cuchillo que llevas en tu cintura y arráncame el corazón para que pague con mi vida mi fracaso al no haber sabido defender Tenochtitlán.

Malinche sonrió triunfante. Se acercó más a Cuauhtémoc para tomarlo amistosamente de un brazo. Sintió que tomaba una estatua de bronce en vez de carne azteca.

—No, Cuauhtémoc. Has sido un valiente tlatoani y mereces vivir. Juntos trabajaremos para reconstruir esta ciudad con un nuevo orden y gobierno. Seguirás siendo el tlatoani de los aztecas bajo mi gobierno. Te perdono la vida, ahora tú hónrame con tu apoyo y lealtad.

Cuauhtémoc enmudeció ante las palabras de Malinche. Todos los presentes gritaron dando su apoyo y aplaudiendo.

Después de la solemne rendición, Cortés invitó a Cuauhtémoc y Tecuichpo a que lo acompañaran a comer junto con los demás nobles. Malinche quedó extasiado con la belleza de la esposa de Cuauhtémoc. Era la primera vez que la veía y jamás la olvidaría. Tecuichpo y Malinalli se miraron con odio como si estuvieran a punto de sacarse los ojos y llevar al traste lo logrado entre los dos bandos. La comida fue una plática amena en medio de un patio en ruinas y hedor a muerte, que llegaba caprichosamente con el viento. Alvarado no perdió el tiempo en celebrar el regreso a su lado de la mujer que le había regalado Xicoténcatl y que consideraba suya. Ya idearía algo para deshacerme de esta alimaña pelirroja que acosaba a mi sobrina.

Ese memorable día quedó registrado como el 13 de agosto de 1521 o el Uno de Serpiente del año Tres de Casas en nuestro olvidado calendario. Los españoles celebraban ese día a un santo suyo llamado san Hipólito, y a él le dedicaron la construcción de una de sus primeras iglesias.

Esa noche llovió como pocas veces. Cascadas de agua caían del cielo como si fueran las lágrimas de millones de tenochcas sacrificados inútilmente en la resistencia azteca. Pavorosos relámpagos cimbraron la ciudad y riachuelos de agua lavaron la sangre de la batalla del día anterior. Una extraña luz chisporroteante flotó por varios minutos sobre el islote, ante la vista asombrada y aterrada de españoles, tlaxcaltecas y aztecas sobrevivientes. Era como si se acercara a las masas de cuerpos hacinados en Tlatelolco para captar el hedor a muerte y putrefacción como lo hace un zopilote desde las alturas. Después desapareció entre las nubes para no verse más.

—¿Qué fue eso papá? —me preguntaron Ayatli y Océlotl sorprendidos.

—Son los dioses malévolos, que se extasían con el olor a muerte de nuestros hermanos. Son los dioses que desde años atrás fraguaron este encuentro para vernos morir como hombres y como pueblo.

Un poderoso rayo cayó sobre el teocalli, sonando como a cien de los cañones de los teúles, alumbrando las ruinas de nuestro islote. Así se fue toda la noche, en la que hubiéramos deseado ser llevados por las aguas, como el diluvio que menciona el libro sagrado de los españoles.

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