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La beatificación de la juventud

En todas partes, hay una retórica habitual que suele asociar la juventud como categoría biológica (digamos entre 18 y 34 años, aunque la Organización Mundial de la Salud la clasifica entre 18 y 26) con una larga serie de ventajas comparativas respecto de otros grupos etarios.

Entre los clichés convencionales se incluyen: “dar paso a las nuevas generaciones”, “dejar un mundo mejor a los jóvenes”, “ya es tiempo de retirar a los viejos”,y frases por el estilo que tienen más de lirismo que de realismo.

La conclusión es que, como lo ejemplificó en su momento la percepción del estallido en Chile de 2019, ese rango de edad sería, por sí solo, el pasaporte automático para “hacer respetable o venerable algo”. En tal virtud, debiera ser “honrado con culto”, según define la Real Academia Española de la Lengua. En otras palabras, es la beatificación de la juventud.

El problema con esa lógica binaria —ser joven es ser bueno y lo que no encaje en ese molde es malo— es que no parece corresponder a los hechos, como se observa, por ejemplo, en la política. Antes bien, quizá esté sucediendo exactamente lo contrario.

Algo nos dice que los actuales líderes políticos sean gente vieja o mayor en muchas partes: Biden tiene 82 años, Lula tiene 77, Alberto Fernández ronda los 64, Darendra Modi de la India y Marcelo Rebelo de Sousa de Portugal andan en 72, Olaf Scholz de Alemania y Fumio Kishida de Japón están en 65. Desde luego hay excepciones, en países serios, como Francia (Macron tiene 45), Canadá (Trudeau cumplió 51) y, el más novato y emproblemado, Gabriel Boric de Chile (37 años). Los actuales aspirantes presidenciales en México se colocan en el rango de 59 a 69 años.

Más allá de la edad de los líderes, la respuesta es que ambas condiciones no constituyen una tendencia inexorable hacia un lado u otro, sino algo más simple: la fotografía de los actuales líderes es como es. No hay un denominador común y cada caso corresponde a una trayectoria, una biografía y una historia tanto personal como política.

En ese sentido, la pregunta que sugiere este número de Líder Empresarial tendría que ir por otro lado: ¿dónde están las “jóvenes promesas” de la política local o, mejor dicho, hay que ser joven para ser promesa? ¿Qué nos dicen las “nuevas generaciones” de políticos? La respuesta es inevitablemente un poco más larga.

Por regla general se dice que las nuevas generaciones están mejor preparadas; en un sentido amplio es verdad, al menos en escolaridad, pero no necesariamente en el oficio político. Hay al menos cuatro características observables que, desde luego, admiten excepciones.

La primera es que, entre los actuales gobernantes o legisladores jóvenes de todo el país, pocos cuentan con una trayectoria académica —no se diga intelectual— destacable. Una buena mayoría se dedicó desde muy temprano a eso que se llama la política universitaria o partidista, en la que se involucraron de manera tan intensa que no les dejó espacio para estudiar, prepararse, entender precedentes o conocer a fondo la mecánica correcta de la toma de decisiones en la política pública.

Suelen leer poco o nada, parecen tener escasa curiosidad intelectual, no dedican tiempo a pensar, les tienta más el espectáculo que la reflexión, y sus prioridades son más bien planas. Esto último quiere decir que responden esencialmente a la interacción tradicional que existe entre una sociedad peticionaria y poco autónoma (como la nuestra) y una autoridad que responde a esos incentivos y trata de dar o satisfacer lo que le piden: desde una despensa hasta el arreglo de una luminaria o un descuento en el cobro del agua. Nada más.

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El segundo rasgo es que, difícilmente, conocen el mundo. Al menos entre muchos que ocupan cargos públicos son raros aquellos que entienden cómo y porqué surgieron ciudades, estados o países que han alcanzado niveles espectaculares de desarrollo; cómo fueron los procesos de modernización y de transformación, por ejemplo, en los espacios urbanos; cómo incrementaron su competitividad y cómo articularon ecosistemas integrales que funcionan con enorme eficiencia en términos de desarrollo, inclusión, bienestar y calidad de vida para sus habitantes.

No me refiero a ejemplos inalcanzables (Nueva York, Londres, Ámsterdam, entre otros) sino a aquellos que sí pueden constituir un benchmark para gobernantes de países o estados emergentes: Bilbao, Medellín, Seúl, Suzhou (en China), Curitiba (en Brasil), entre otras.

En tercer lugar, como no tuvieron tiempo o interés en adquirir una preparación más o menos sofisticada, ni están muy familiarizados con lo que sucede en el mundo o en explorar las tendencias de lo que está cambiando, su visión de la forma de conducir una comunidad es, por consecuencia, particularmente modesta y limitada, más cercana al perfil de un burócrata que a la condición de un líder.

A buena parte de las jóvenes generaciones políticas lo que les importa es el cortoplacismo, la inmediata rentabilidad mediática, el sitio en que aparecen en las encuestas del día o los dividendos electorales (y de los otros, por supuesto). Normalmente, todo ello  no tiene impacto directo en el delivery, esto es, en los entregables, en los resultados concretos en materia de crecimiento, desarrollo social o vigencia del Estado de Derecho, bienes que dependen de buenas decisiones y políticas públicas.

La imagen de un funcionario, pongamos por caso, no incrementa los logros de aprendizaje de los estudiantes ni surte de medicinas a un hospital: es un componente cosmético que lubrica el ego y nada más. Ni hablar, desde luego, del sentido histórico que tiene o del legado tras su gestión pública en el mediano o largo plazo. De hecho, estos son conceptos que difícilmente comprenden muchos jóvenes funcionarios.

En cuarto lugar, probablemente porque ahora vivimos en una sociedad de medios y redes, se ha fomentado un culto a la personalidad que está por encima de cualquier otro valor. Lo que importa no es ser ni hacer sino aparecer: si estoy en Twitter, Facebook o Instagram, luego existo.

Según algunos académicos, la ambición de poder político es en cierto grado una patología, una forma de compensar carencias vitales. El escaso conocimiento que tenemos de estos resortes constituye una laguna para explorar muchas otras cosas, como el código de conducta con el que se toman decisiones.

Como lo explica Piero Rocchini, un psicólogo que pasó nueve años tratando a los miembros del parlamento italiano: “A menudo, un diputado se identifica con su poder y no sabe reconocerse fuera de él. Vincula toda su carga emocional y sus expectativas a ese papel; fuera de él, padece la angustia de no existir”.

La combinación de todos estos factores —que, insisto, derivan de la observación y la intuición, y en la que hay excepciones apreciables—, genera a su vez dos efectos.

Por un lado, el potencial que eventualmente tendrían los jóvenes funcionarios (la energía, por ejemplo) se pierde porque esta se concentra en una dinámica cuyos marcos de referencia no son construir un verdadero liderazgo o hacer política para producir bienes públicos duraderos sino un recurso para compensar apetencias privadas de todo tipo.

Por otro, impide advertir que los grandes cambios se alcanzan con decisiones basadas en la experiencia, el buen juicio, la intuición fina, una adecuada gestión del riesgo, el conocimiento, la información y la comprensión de la historia. “En la historia están todos los secretos del arte de gobernar”, decía Churchill. En conclusión, parece claro que en política convertirse en un líder estratégico no depende de la edad.

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