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La batalla de Puente de Calderón

Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas históricas: México en llamasMéxico desgarradoMéxico cristeroTiaztlán, el fin del Imperio AztecaSanta Anna y el México perdidoAyatli, la rebelión chichimecaJuárez ante la Iglesia y el Imperio

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La fría noche del 16 de enero de 1811, los ejércitos contrarios se vislumbraron, uno en cada lado del río. El brigadier Félix María Calleja, en camino de Lagos a Guadalajara, había llegado primero que Hidalgo al cruce del río y se había apoderado del estratégico Puente de Calderón. Los insurgentes, presa del frío, encendieron en toda su línea hachones, que fueron mandados apagar, minutos después, por el frenético mariscal Abasolo. Las antorchas daban una idea muy precisa de su posición al enemigo, lo que podría provocar un ataque nocturno sorpresa. De nuevo, el manto de la noche ocultó a ambas milicias; y protegidos por la oscuridad, los realistas hicieron inspecciones de reconocimiento para buscar pasos alternativos por el río, los cuales pudieran emplear a la mañana siguiente. 

El brillante sol del 17 de enero se asomó tímido entre las montañas y, con la reveladora luz de las primeras horas de la aurora, los dos ejércitos se vieron perfectamente las caras: uno, el del cura Miguel Hidalgo, en su temible posición, apoyado en profundas y escarpadas barrancas; y el otro, el de Calleja, conformado en una sola compacta columna, al pie de una loma sobre el camino hacia Valladolid. 

El espectáculo era intimidante. Del lado de los insurgentes, desperdigados en varias filas, se calculaban unos ochenta mil hombres, a diferencia del pequeño y compacto ejército de Calleja, que no pasaba de seis mil soldados. Esta vez, los rebeldes contaban con casi cien cañones enviados por el padre Mercado desde el puerto de San Blas. El haber hecho llegar esos obuses había sido una labor titánica de la que poco se presume; pero ahí estaban, amenazantes en las alturas con sus bocas de fuego para ofender las carnes de los hombres del rey. 

Félix Calleja calculó osadamente las posibilidades de triunfo. Con gallardía desmesurada, decidió atacar sin esperar la llegada de apoyo de José de la Cruz. No estaba dispuesto a compartir la gloria con otro, y con esta temeraria decisión, impediría la entrada a la historia del otro general realista con el que contaba el virrey. El ataque lo llevarían a cabo dos Manueles: Manuel Emparán, por el flanco derecho, y Manuel de Flon, por el flanco izquierdo. Por el puente, es decir, por el centro, Calleja fungiría como si fuera un poderoso ariete de apoyo. 

El ejército insurgente sufrió gran acoso por parte de Manuel de Flon, que dos veces estuvo a punto de llegar a las baterías que ofendían a los realistas. Los artilleros de Hidalgo, a pesar de tener cañones sin cureñas que los sostuvieran sólidamente al suelo, hicieron bien su trabajo, manteniendo a raya al enemigo. Emparán cayó herido y tuvo que replegarse también. Calleja, mostrando las ventajas de un ejército capacitado y ordenado, causaba grandes daños; pero los rebeldes eran tantos, que no cambiaba en nada las más de cinco horas que llevaba el ataque. 

—Ya los tenemos, padre. Han agotado sus fuerzas y el poco parque que traían— dijo Ignacio Allende, presa de la emoción de ver que el triunfo total estaba en sus manos. 

Allende montaba su brioso caballo haciendo cabriolas, junto al del Cura de la Patria. Ambos líderes mostraban su entusiasmo al sentirse casi ganadores de la gran batalla de Puente de Calderón. Desde la loma, como si fuera una maqueta sobre una mesa, divisaban la contienda donde la anhelada victoria se veía ya muy cerca. 

—Bien hecho, Ignacio. No flaquees y acábalos de una vez por todas. Quiero comer en Zapotlanejo y cenar en Guadalajara. 

De pronto, ocurrió lo impensable. Un milagroso cañonazo realista, lanzado a la desesperada, cayó milimétricamente sobre el carro mayor de las municiones y pólvora insurgente. El estallido fue pavoroso; hizo volar a los rebeldes cercanos en pedazos. El sombrero que cubría la calva de Hidalgo salió volando por el estruendo. Allende, como un niño, rompió en llanto al ver como el fuego se extendía sobre los pastizales secos que los rodeaban. El humo envolvió la escena y los rebeldes entraron en pánico al ver que Calleja y sus hombres comenzaban a avanzar libremente para masacrarlos entre la humareda. 

Los asustados insurgentes huyeron sin ofrecer más pelea. Calleja los derrotaba una vez más contundentemente, haciéndose de toda la artillería, parque y armas que dejaban desperdigadas en las lomas. La derrota era muy dolorosa para Hidalgo, quien huía con Allende y los otros jefes sólo pensando en salvar el pellejo, y no en aquella comida magna que se imaginó degustaría en Zapotlanejo. 

Después de esta dolorosa derrota, todo sería huir para Hidalgo, Allende, Jiménez y Aldama. La derrota separaría a Hidalgo y Allende. Este último le quitaría el mando al cura en la Hacienda de Pabellón en Aguascalientes. Luego, juntos intentarían alcanzar los Estados Unidos; pero serían aprehendidos en Acatita de Baján, por la traición de Elizondo, y fusilados en Chihuahua en julio de 1811, después de diez meses del glorioso Grito de Dolores. 

Actualmente, el Puente de Calderón, muy parecido al de San Ignacio en Aguascalientes, es un parque de 18 hectáreas, ubicado a 38 kilómetros de Guadalajara, a la orilla de la autopista de Zapotlanejo. El sitio cuenta con tirolesa, dos chorros gigantes de agua, asadores, lugar para acampar y museo, donde se explica a detalle la histórica batalla en la que Hidalgo, a un paso de ganar la gloria, lo perdió todo por el infortunio. 

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