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Juárez consuma la segunda independencia de México

Imagen obtenida de la Mediateca INAH (mediateca.inah.gob.mx)

Por Alejandro Basáñez Loyola

 

A las seis con cincuenta de la mañana, del 19 de junio de 1867, el pelotón de fusilamiento se preparó para victimar a los prisioneros en el cerro de las Campanas en Querétaro. Maximiliano de Habsburgo llevaba puesto un sombrero de fieltro color blanco. Su elegante levita negra lo hacía resaltar notablemente entre sus dos compañeros. Acercándose a ellos con una sonrisa afable los tomó de los brazos para decirles: «Dentro de breves instantes nos veremos en el cielo.»

—Yo no quiero estar a su derecha, su Majestad. Ese era el lugar del mal ladrón que crucificaron con el Salvador— dijo Tomás Mejía con una seriedad gélida.

Maximiliano sonrió entendiendo el sentido religioso del Negrito Mejía.

—Eso no será así, amigo Mejía. Yo estaré a la derecha de Miramón, porque él irá al centro. Yo soy indigno de ocupar semejante lugar de honor. Yo soy más pecador que Gestas.

El archiduque tomó del antebrazo al Macabeo para expresarle su sincero deseo: «Un valiente debe ser admirado hasta por los monarcas: antes de morir, quiero cederos el lugar de honor». Miramón lo miró sorprendido. El color se había ido de su rostro y en ese momento lo que menos le importaba era el lugar que ocupaba dentro del paredón.

—Gracias, su Majestad.

Animado por el emperador, Miramón dio un paso al frente y con voz potente y clara lanzó su último pensamiento a los cuatro mil soldados que hacían guardia al frente: «Mexicanos, en el Consejo mis defensores quisieron salvar mi vida. Aquí, pronto a perderla, cuando ya no me pertenece, cuando voy ya a comparecer delante de Dios, protesto contra la nota de traición que se ha querido arrojarme para cubrir mi sacrificio. Muero inocente de ese crimen y perdono a los que me lo imputan, esperando que Dios me perdone y que mis compatriotas aparten tan fea mancha de mis hijos, haciéndome justicia. ¡Viva México!».

Una leve alharaca se dejó escuchar entre la soldadesca. Maximiliano aplaudió las palabras de su valiente general. Después, se hizo un silencio impactante que el mismo emperador tuvo que romper dirigiéndose al olvidado Negrito Mejía: «General, lo que no se premia en la tierra, lo premia Dios en la gloria». Tomás Mejía, pálido al ver a su esposa entre el grupo de observadores con su hijo en brazos, junto a Moisés Figueroa, apenas prestó atención al fugaz enardecimiento de su majestad.

El archiduque, inspirado en sus últimos segundos de vida, se adelantó un paso para dar unas breves palabras que quedarían registradas en la historia de México: «Voy a morir por una causa justa, la de la Independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!».

Los tres condenados se volvieron a colocar frente al pelotón para recibir la mortal descarga. Maximiliano quedó del lado derecho de Miramón. Mejía, creyéndose el buen ladrón Dimas, ya no hizo nada al respecto.

—¡Preparen!— mandó el oficial a cargo del fusilamiento.

El emperador se quitó su sombrero, se limpió la frente con un pañuelo y lo entregó a su criado Tüdös. Ambos objetos viajarían a Europa para ser entregados a su madre.

—¡Apunten!—

Una parvada de aves negras como el carbón voló sobre sus cabezas, como si presintieran que un fuerte sonido pronto se escucharía. Miramón observó a los pájaros mientras con sus dedos señaló a su corazón, gritando: «Aquí». Mejía no dijo nada, solo abrió los brazos abultando el pecho.

—¡Fuego!— gritó el oficial, bajando su espada.

La mano de Miramón, que señalaba su pecho, fue atravesada por una bala que le partió el corazón, dándole una muerte instantánea. Al caer boca arriba, vio su vida correr en unos segundos: cuando era cadete y huía de las balas norteamericanas en el Castillo de Chapultepec; cuando Concha lo besó discretamente en el jardín de la casa en Tacubaya; cuando se convirtió en presidente de México; sus hijos en brazos; sus triunfos como conservador… y un ángel extrañamente semejante a Maximiliano que lo tomó de la mano para introducirlo en un remolino de fulgurante luz.

Tomás Mejía cayó de frente rompiéndose la nariz contra el suelo. Las balas no habían tocado el corazón y su agonía tuvo que ser cortada con dos tiros a quemarropa. Su mujer cayó desmayada a los brazos de Moisés, quien tuvo que hacer malabares para sostener a la joven y al bebé Tomasito al mismo tiempo.

Maximiliano se fue de lado debido a que se le dobló la pierna derecha. El cadete Aureliano Blanquet cumplió su promesa de poner una certera bala en sus partes nobles. La herida del corazón había sido solo un rozón. Mirando al cielo, gritó: «¡Hombre, hombre!», las palabras que le enseñaron en Miramar para decir “¡Qué bárbaro!”.

El oficial encargado del pelotón lo volteó bocarriba con la punta de su bota. Luego señaló al Calaca para que le diera el tiro de gracia en el corazón. El Calaca, con mirada de espanto, disparó a escasos centímetros en el punto indicado, incendiando el chaleco. El cocinero húngaro Tüdös sorprendió a todos al arrojarse al pecho del archiduque para apagar el chaleco en llamas. Mientras el leal sirviente era retirado a jalones de la escena del ajusticiamiento, imágenes fugaces cruzaron la mente del agonizante emperador: cuando Carl de Bombelles hacía travesuras de distintos tipos con él; los pleitos con sus hermanos para ver quién corría más rápido o hablaba mejor otros idiomas; la pomposa coronación de su hermano Francisco José; la muerte de Amalia de Braganza, su primer amor; la bacanal de Madeira con los negros bañados en sudor pujando detrás de él y de Bombelles; las visitas de los enviados mexicanos a Miramar; su firma en Miramar, con la cual renunció a todo por irse a México; la deslucida llegada a Veracruz; sus amores salvajes con Concha Sedano en el Jardín de Borda; los amores clandestinos de Carlota con su guardaespaldas… y luego, un silencio total y pavoroso al navegar en el Novara bajo los destellos verduzcos de una aurora boreal, en medio de la nube de insectos que coleccionó durante toda su vida y que podían volar, a pesar de estar atravesados por alfileres.

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