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Juan Chávez quema el Parian

Por: Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas de Ediciones B: México en Llamas;  México Desgarrado; México Cristero; Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca; Ayatli, la rebelión chichimeca; Santa Anna y el México Perdido; Juárez ante la iglesia y el imperio y Kuntur, el Inca de Lectorum.

Los violentos hechos se dieron la tarde del domingo 12 de abril de 1863, cuando las hordas de Juan Chávez rodearon Aguascalientes.

Comandaba un grupo que en esos años enarbolaba la causa imperialista, pues los bandoleros cambiaban de bandera según las circunstancias y el curso de las batallas. Pasó de bandido conservador a cuatrero imperialista con licencia, otorgada por Maximiliano de Habsburgo. Había que estar con los ganadores; bandidos como Juan Chávez, Manuel Losada (el Tigre de Álica), Antonio Rojas y Valeriano Larrúmbide se acoplaban astutamente a los vientos triunfantes de ese México bárbaro, con escasas cuatro décadas de fungir como un país independiente.

Las fuerzas intervencionistas rodearon la ciudad de Aguascalientes y exigieron la rendición total de la plaza al otro Chávez rival, el gobernador republicano don José María Chávez. El valiente hidrocálido se opuso rotundamente. Don José María y la guarnición fiel al gobierno de Juárez se prepararon para recibir a los asaltantes.

Después de angustiosas horas en las que los republicanos resistieron el embate intervencionista, finalmente fueron superados. Aguascalientes cayó, siendo incendiada y depredada de manera salvaje.

Las tropas de Juan Chávez y Valeriano Larrúmbide saquearon las tiendas del Parián, destruyéndolas por completo con fuego. Los locales comerciales cercanos que no se habían quemado fueron saqueados y destruidos.

No conformes con esta tropelía, los cuatreros irrumpieron en los hogares hidrocálidos cercanos al Parián, golpearon a los impotentes defensores, robaron cuanto encontraban a su paso, violaron y secuestraron a las desdichadas mujeres que no alcanzaron a ocultarse en los sótanos de las casas.

Afortunadamente, fue más el interés en saquear la ciudad que tomarla definitivamente para los franceses. Chávez y Lárrumbide huyeron al día siguiente, dejando de nuevo el control de la ciudad a José María Chávez. Los muertos, heridos, destrozos, vejaciones a las familias hidrocálidas y pérdidas fueron una cicatriz que tomaría años olvidar. Nunca Aguascalientes sufrió tanto un ataque como el de aquel domingo negro de 1863. Nueve meses después nacerían “los hijos del Parían”, producto de estas lamentables vejaciones.

En noviembre de ese fatídico año del 63, Juan Chávez y Valeriano Larrúmbide de nuevo regresaron a Aguascalientes. Colocaron su cuartel en la entrada sur de la ciudad y desde ahí dirigieron nuevos asaltos, más quirúrgicos y no tan intensos como el de abril, pero si lo suficientemente constantes y agresivos como para que el gobernador José María Chávez se viera obligado a abandonar la ciudad y el gobierno a manos de los intervencionistas.

Aguascalientes, a falta de una fuerza armada local, se defendía precariamente con su propia gente: empleados, granjeros, comerciantes y vaqueros. El gobierno de Juárez no contaba con suficientes ejércitos en el país para apoyar a todas las ciudades tomadas por los franceses. Familias acomodadas, después de ser despojadas de su patrimonio, entraron en una alarmante pobreza. Vivían de prestado y apenas sobrevivían al día a día, en un Aguascalientes convulsionado por el bandidaje y la guerra.

El 21 de diciembre de 1863, Aguascalientes fue ocupada por el ejército del general francés Aquiles Bazaine. Juan Chávez, coronel auxiliar del Ejército Intervencionista, altivo y lambiscón, todo el tiempo estuvo ahí junto a los “franchutes”. Blandía orgulloso una espada regalada por el mismo emperador Maximiliano en pago a sus valiosos servicios al imperio. 

Cuando Bazaine se retiró de la ciudad, dejó a su lacayo Juan Chávez como gobernador interino, algo ni en sueños alguna vez maquinados por el “hidroazote”.

El “Ídolo de las Beatas” gobernó de diciembre del 63 a los últimos días de febrero de 1864. Irónicamente, con su manifiesto que decía: “VIVA LA RELIGIÓN, VIVA LA REGENCIA DEL IMPERIO”, pregonó que lucharía hasta el cansancio por erradicar el bandidaje, la impunidad, las agresiones a la religión y los ataques al gobierno (algo así como erradicar a la ciudad que él representaba).  Bazaine, bien aconsejado, sabía que dejar al bandido como gobernador generaría parálisis y miedo en los hidrocálidos; esto daría tiempo a los franceses para apoderarse de otras zonas estratégicas del norte de México.

El repudio y odio hidrocálido hacia Juan Chávez fue imposible de esconder. Los franceses se vieron obligados a removerlo de su cargo para poner a Cayetano Basave, un hombre íntegro, con mayor aceptación y cultura que el “Rojas de los Mochos”.

Libre del pesado cargo, Juan Chávez se incorporó de nuevo a las tropas intervencionistas y persiguió a los grupos republicanos encabezados por don Chema Chávez. El “Azote de Peñuelas” y su compinche Dionisio Pérez derrotaron a don Chema en Jerez, siendo este aprehendido y llevado atado como un animal a Zacatecas. Díaz después, el ex gobernador, como vil bandolero de monte, fue fusilado sin juicio alguno en Malpaso.

Desde ese día el Bandolero de Peñuelas fue despreciado y relegado de todo cargo político con los franceses. Siguió apoyando su causa, asolando haciendas y pueblitos hasta la inevitable caída del imperio, a mediados de 1867 con el fusilamiento de Maximiliano.

Recuperado el país por el triunfo de la República, Juan Chávez continuó a salto de mata como bandolero sin bandera. Solo y a su suerte, como había empezado años atrás. A inicios de 1868, Jesús González Portugal, gobernador de Aguascalientes, pidió apoyó a la Cámara del Congreso para la persecución del bandido y sus compinches.

Como respuesta positiva se dio la incautación de los bienes del ladrón en la ciudad para ser rematados. Ese dinero se invirtió en la recuperación de la ciudad. Después vino la asignación del capitán de rurales Pedro Contreras, quien procedió a la implacable persecución del bandido por todo el estado, sin dejar piedra por levantar para seguir su rastro.

De buenas fuentes se le sabía oculto; alternaba refugios entre el Cerro de los Gallos y del Muerto. Agazapado como una letal fiera de monte, acechaba Aguascalientes en la distancia, preparando todo para un nuevo asalto, tan mortífero como el del fatídico año 63.

Tantas debía Juan Chávez que, irónicamente, la muerte no le llegaría por la horca o por una bala republicana, sino por cuestiones de joyas escondidas en cuevas desconocidas e imperdonables traiciones cometidas a sus fieles compañeros.

La noche del 15 de febrero de 1869, por el camino de San Sebastián a Encarnación de Díaz, Juan Chávez humilló y desconoció a sus compinches. Al verlo caer de bruces ahogado por los efectos del alcohol, estos aprovecharon para ensartarlo en el suelo con dos sendas lanzas atravesadas en el pecho.

El Azote de Aguascalientes terminó clavado en el suelo, como un reptil peligroso, al que se debía inmovilizar y liquidar. Su cadáver duró horas expuesto en aquel sitio hasta que fue descubierto por unos arrieros que viajaban a la Chona. Versiones locales nombraban como los asesinos a Viviano Nieves, un tal Cenobio y Agatón Chávez. La verdad nunca se supo. Tenía tantos enemigos que cualquiera lo hubiera hecho sin titubeo alguno al tenerlo al alcance.

Con su muerte crecería la leyenda de su tesoro escondido, del que ni su esposa y familiares sabían la ubicación. Su sorpresiva muerte se llevó aquel secreto a la tumba. Ese legendario tesoro quizá algún día aparezca en alguna catacumba o cueva hidrocálida; a lo mejor ya ocurrió así, y el discreto descubridor lo convirtió en algún negocio prominente, perdiéndose para siempre su sangriento rastro.

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