Uno de los rasgos más acentuados de la coyuntura mexicana es que, más allá de la volatilidad e incertidumbre que rodean a prácticamente todos los países occidentales, parecen haberse perdido de vista algunos aspectos, más finos o sofisticados. De estos, dependen el crecimiento y la prosperidad sostenidos. Veamos.
Un repaso rápido al mundo en que vivimos muestra problemas graves y acertijos variados. Desde las consecuencias potenciales derivadas de la elección de Donald Trump hasta el desenlace que tengan las guerras en Ucrania y Gaza, pasando por un ambiente creciente de encono y polarización política; una nueva revolución tecnológica centrada en el impredecible desarrollo de la inteligencia artificial; los efectos del cambio climático y la transición energética; una migración internacional descontrolada; la crisis de violencia, inseguridad y crimen organizado; la destrucción institucional y democrática; la emergencia de la autocracia; el bajo crecimiento económico; la incompetencia gubernamental; y una degradación de la vida política y la calidad de la conversación pública por todas partes.
Eso es lo que ya sabemos y observamos todos los días.
Rezago en innovación en Latinoamérica
Pero a todo lo anterior, y en lo que nos detenemos poco, hay que agregar el extraordinario rezago que padecen los países emergentes como México en materia de investigación de frontera, innovación y generación de conocimiento.
Esto está directamente emparentado con la insuficiente formación de talento, es decir, con una educación superior de escasa calidad y una precaria producción de investigación y conocimiento desde las universidades que realmente tenga impacto.
Basta un ejemplo: salvo en el caso de México, las materias primas representan todavía alrededor del 56% de las exportaciones totales de bienes de América Latina (y 80% en el caso de las que van específicamente a China).
La región supone menos del 2% de las solicitudes de patentes en el mundo. De estas, menos de una quinta parte son presentadas por inventores o investigadores latinoamericanos. América Latina importa unas ocho veces más propiedad intelectual de la que exporta, la proporción más elevada de cualquier región, excepto África.
En suma, esta es la crisis que no se ve.
Depender de los otros por falta de innovación
Desde hace décadas, la región se acostumbró a depender de la producción y exportación de commodities. Con pocas excepciones (Brasil, México y muy lejanamente Costa Rica), prácticamente ningún país emprendió con éxito una transformación estructural sostenida que los condujera a construir economías más complejas, flexibles y diversificadas donde los pilares fueran la formación de talento, las innovaciones puestas en valor o el aumento de la productividad.
América Latina no se dio cuenta, o no quiso hacerlo, de que al mismo tiempo otros países y regiones estaban impulsando el crecimiento de sectores más sofisticados.
En consecuencia, llegaron crisis macroeconómicas, caídas en los precios de las materias primas, el imparable dinamismo de Asia o la pandemia. Nuestros países no advirtieron que lo que estábamos viviendo no era un cambio de época, sino de paradigma en cuyo centro está una educación de excelencia, investigación aplicada y pertinente, vinculación con la economía real, y productividad e innovación altas y sostenidas.
Muchos de los saldos actuales como el estancamiento, la pobreza o la desigualdad tienen su origen justamente en la incapacidad para organizar virtuosamente ese círculo.
Por ejemplo, en el campo de la investigación aplicada, la innovación y el conocimiento, se calcula que hay unos 950 mil investigadores en Iberoamérica, de los cuales el 59% está en las instituciones de educación superior.
A nivel global se editan entre 21 mil y 40 mil revistas (indexadas o no, de acceso libre o no) y se publican unos 2 millones de artículos en revistas científicas, entre otros indicadores. Pero esta producción en nuestros países no se traduce en innovación o es muy desigual por región y sector, o de plano no tiene impacto real y medible.
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Patentes, marcador de innovación
Según el Global Innovation Index de la OMPI, en 2021 se presentaron cerca de 20 millones de solicitudes de patentes, registro de marcas y diseños industriales. 68.4% fueron en Asia y 1.1% en América Latina, y de este total sólo unas 16 mil solicitudes de patentes provinieron de México.
En 2024, de 133 países que se cuentan en ese índice, México descendió al lugar 56, pero en patentes cayó a la posición 89.
Más aún: entre numerosos indicadores importantes, dicho índice identifica los clústers científicos y tecnológicos, es decir, regiones o ciudades enteras que son la espina dorsal de un sólido ecosistema nacional de innovación:
“Albergan universidades de renombre, científicos brillantes, empresas intensivas en I+D e inventores prolíficos, una colaboración que da lugar a invenciones que impulsan la innovación nacional, regional y mundial”.
Lamentablemente, México no tiene un sólo clúster de este tipo entre los primeros 100 a nivel global, y de América Latina sólo aparece Sao Paulo, Brasil.
Necesidad de investigación aplicada en México
Por último, si la mayor parte de la investigación se hace en las universidades, o eso dicen, ninguna mexicana califica entre las 100 más importantes en los rankings internacionales (salvo la UNAM en uno de ellos, QS, y en la posición 97 sobre 1504 incluidas).
En cambio, históricamente muchas innovaciones importantes han surgido precisamente de esos centros académicos. Por ejemplo: la tecnología para la tomografía axial computarizada (TAC) fue patentada por investigadores de Georgetown University; la primera versión del cinturón de seguridad para vehículos surgió en Cornell; algunas aplicaciones tempranas de celdas solares salieron del MIT; las vacunas antigripales en la universidad de Rochester, y así sucesivamente.
Esto es justamente lo que se llama hacer investigación aplicada con influencia, incidencia e impacto, en donde México, en conjunto, pinta poco o nada, por más que la retórica burocrática verbalice otra cosa, no existe. Véase, como ejemplo, el vergonzoso estado en que está el Museo Descubre de Ciencia y Tecnología, que es un bien público.
Puede decirse, en descargo, que hay mucha investigación y publicaciones en humanidades o ciencias sociales de muy buena calidad y que es importante en términos culturales y educativos. Y es absolutamente cierto. Pero para efectos de innovación, productividad y competitividad para el crecimiento económico, su valor es muy relativo.
La evidencia internacional es contundente: los países y los estados que prosperan en forma rápida y sostenida están haciendo algo que va más allá de proporcionar educación. Parece claro, sin embargo, que los gobiernos no lo entienden y debieran darse cuenta de que al igual que en política, también en educación el engaño es, frecuentemente, autoengaño.