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Hidalgo es destituido en la Hacienda de Pabellón 

Por Alejandro Basáñez Loyola

Autor de las novelas históricas: México en llamas; México desgarradoMéxico cristeroTiaztlán, el fin del imperio aztecaSanta Anna y el México perdidoAyatli, la rebelión chichimecaJuárez ante la Iglesia y el Imperio 

 

 Al mediodía del sábado 19 de enero de 1811, Miguel Hidalgo, junto con el padre Pablo José Calvillo y el grupo de insurgentes que los acompañaban, llegaron al pueblo de Valle de Huajúcar (hoy, Calvillo), en las cercanías de la ciudad de Aguascalientes. Fueron recibidos por don Dionisio Velasco, quien amablemente les ofreció su casa para pasar la noche.

Hidalgo, acalorado por el camino, prefirió comer en el fresco jardín de la casa bajo las ramas de un frondoso fresno. La mujer de don Dionisio le sirvió una deliciosa taza de chocolate caliente que el cura agradeció enormemente. El líder independentista descansó unos días en este lugar y otros más en San José de Gracia.

Cinco días después, el 24 de enero, los jefes insurgentes (don Miguel Hidalgo y Costilla, Ignacio Allende, Juan Aldama, Mariano Abasolo, Joaquín Arias y Rafael Iriarte) se reunieron en la Hacienda de Pabellón. Los acompañaba el famoso bandido hidrocálido José Manuel Luévano, criollo de 36 años nacido en Tepezalá, Aguascalientes, quien se unió a Rafael Iriarte en Santa María de los Lagos (Lagos de Moreno) en octubre de 1810 y que, en poco tiempo, se convirtió en un temido bandido mata españoles. Entre sus legendarias fechorías se recuerda el saqueo de Real de Asientos. Fue capturado y ejecutado en Aguascalientes el 22 de julio de 1811. Su cabeza fue exhibida en su natal Tepezalá para que sirviera como escarmiento para futuros rebeldes.

Junto con otros líderes de menor rango, pero de gran importancia para el levantamiento, se reunió en el salón principal de la Hacienda de Pabellón, Crisanto Giresse, quien había llegado al sitio desde temprano, en compañía de diez hombres fuertemente armados. Después de saludos fraternales y una exquisita comida ofrecida por el generoso anfitrión don Bernardo Iriarte, pasaron a la sala principal, donde tratarían temas referentes al futuro del ejército insurgente.

Al iniciar la junta, Ignacio Allende cambió de actitud como si fuera un actor puesto en escena. Atrás quedó el Allende amistoso y amable que comió y echó bromas con Hidalgo minutos antes. Ahora, hablaba un hombre decidido, con el gesto fruncido en rictus de furia. 

—¡Esto no puede seguir así, señores! Con este hombre liderando el ejército nos espera la horca o morir destrozados en un campo de batalla. Don Miguel, con el debido respeto, le anuncio que a partir de este momento usted deja de ser el líder de nuestro movimiento.

Hidalgo se mantuvo en calma al escuchar a Allende increparlo. Sin apartar su penetrante mirada de él, se puso de pie y caminó hacia su capitán. El resto de los insurgentes observaba sin perder detalle. 

—Usted no puede removerme de mi cargo por un simple capricho de vanidad y envidia, capitán. Que voten todos los presentes y entonces asumiré la decisión.

Los reunidos se miraron entre sí ante la lógica sugerencia del cura. Allende, presuroso a evitar más distracciones, continuó con su proclama: 

—Después de las derrotas de las Cruces, Aculco, el dejarme solo en Guanajuato y el fracaso de Puente de Calderón, está más que probado que usted no sirve para dirigir un ejército.

Hidalgo se paró a escasos centímetros de él. Allende tragó saliva nerviosamente. El cura era una figura intimidante. 

—Usted, señor Allende, perdió solito en Guanajuato. Fue incapaz de enfrentar a Calleja. Al menos yo perdí en el puente por una desgracia; pero peleé, no hui como un cobarde. Por su culpa murieron los líderes mineros de Guanajuato. Los dejó morir solos, sin intentar rescatarlos.

Las fosas nasales de Allende resoplaban con furia contenida. Sus ojos inyectados en sangre parecían querer botarse de sus cuencas. 

—Usted se ha convertido en un monstruo soberbio que ha asesinado a decenas de españoles injustamente. Los degollados de Dolores, Guanajuato y Guadalajara son una mancha para su envestidura sacerdotal. 

—Que yo sepa, cuando usted estuvo solo en Guanajuato también hubo gachupines degollados. ¿Cómo explica usted eso? 

—Usted se ha convertido en una bestia deseosa de sangre y sexo. Esa es otra razón por la que lo estamos removiendo del cargo. 

—Usted es un asesino que intentó envenenarme en Guadalajara. ¡Usted es la verdadera bestia! El hecho de que se haya encamado con Tomasa Esteves es también una mancha a su persona.

Allende apretó los puños. Por un momento pareció que iba a golpear al cura. Afortunadamente recapacitó y se dirigió al resto del grupo. 

—Señores aquí reunidos, les pido amablemente que levanten la mano los que voten porque don Miguel sea removido y yo asuma el cargo de líder del levantamiento.

Los jefes insurgentes se miraron entre sí fingiendo extrañeza… en realidad, el destituir a Hidalgo estaba ya decidido por ellos desde que llegaron a Pabellón. Todos levantaron su mano y la mayoría favoreció a Allende. Crisanto Giresse se abstuvo de levantar su mano, extendiendo su apoyo a Hidalgo. 

—Como veo, es evidente que la mayoría ha decidido esto. Solamente les aclaro que toda la indiada dejará de seguirnos en cuanto vea que yo ya no soy su líder y que me tienen en grillos.

Allende tomó del hombro a Hidalgo. Atrás quedaba la violencia y ahora trataba de negociar con él. 

—Padre Hidalgo, jamás lo tendremos en grillos. Para los ojos del pueblo, usted seguirá siendo el jefe máximo; pero entre nosotros, ya no. Se hará lo que yo diga y lo mantendremos muy bien vigilado por si intenta escapar o hacer algo estúpido. 

—No intentaré escapar. Pierda cuidado que estaré con ustedes hasta que triunfemos o muramos ejecutados, si usted resulta un fracaso como generalísimo.

Todos se mantuvieron callados mientras Hidalgo se alejaba de la sala hacia los jardines. Desde ese momento, comenzaba el principio del fin de todos ellos, y el cura lo sabía bien.

La siguiente vez que planeé una excursión por el norte de Aguascalientes, no olvide visitar el Museo de la Insurgencia, en Pabellón de Hidalgo, y contemple el sitio donde ocurrió lo anteriormente narrado. De paso, conozca la presa de San Blas con su fantasmal molino en ruinas a un costado de la cortina.

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